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viernes, 24 de noviembre de 2017

Todos los días son Black Friday para destruir nuestro planeta

George Monbiot, The Guardian

Todos quieren tener de todo. ¿Cómo va a funcionar? La promesa del crecimiento económico es que los pobres pueden vivir como los ricos y los ricos como los oligarcas. Pero estamos superando las barreras físicas del planeta que nos sostiene. El colapso climático, la pérdida de suelo, la desintegración de hábitats y especies, el mar de plástico, la desaparición de insectos: todo impulsado por el consumo. La promesa del lujo para todos no puede alcanzarse. No existe suficiente espacio físico ni ecológico para eso.

Pero el crecimiento tiene que seguir: este es el imperativo político en todas partes. Y tenemos que modificar nuestros gustos de manera acorde. En el nombre de la autonomía y la elección, el marketing emplea los últimos descubrimientos en neurociencia para derribar nuestras defensas. Los que intenten resistirse serán silenciados, como los partidarios de la Vida Sencilla en Un mundo feliz de Huxley, pero en este caso por los medios de comunicación.

Con cada generación cambia la referencia de qué constituye un consumo normal. Hace treinta años era ridículo comprar agua embotellada en sitios en los que el agua del grifo es abundante y limpia. Hoy en día, a nivel mundial, usamos un millón de botellas de plástico cada minuto.

Cada viernes es viernes negro –Black Friday–, cada Navidad un festival mayor de destrucción adornado por guirnaldas de colores. Entre saunas con nieve, neveras portátiles para sandías y smartphones para perros con los que nos incitan a llenar nuestras vidas, mi premio Civilización extrema va para el PancakeBot: una impresora 3D de masa que te permite comer cada mañana la Mona Lisa, el Taj Mahal o el culo de tu perro. En la práctica, te estorbará durante una semana hasta que te des cuenta de que no tienes espacio en la cocina. Para porquerías como esa estamos destrozando el planeta y nuestras propias perspectivas de futuro. Tenemos que quitarlo todo de en medio.

La promesa complementaria a esta es que a través del consumismo ecológico podemos reconciliar el crecimiento perpetuo y la supervivencia del planeta. Sin embargo, una serie de trabajos de investigación demuestran que no hay una diferencia significativa entre la huella ecológica de la gente que se preocupa y la que no. Un artículo reciente publicado en la revista Environment and Behaviour, señala que aquellos que se identifican como consumidores comprometidos usan más energía y producen más emisiones que quieres no se preocupan por el medio ambiente.

¿Por qué? Porque la sensibilización medioambiental suele ser mayor entre personas adineradas. No son nuestras posturas las que impactan el medio ambiente, sino nuestros ingresos. Cuanto más ricos somos, más grande es nuestra huella ecológica, sin importar nuestras intenciones. Según muestra el estudio, los que se perciben como consumidores ecológicos se centran principalmente en comportamientos que tienen "beneficios relativamente pequeños".

Conozco a gente que recicla religiosamente, guarda las bolsas de plástico, mide con cuidado la cantidad de agua al hacer té, y después se va de vacaciones al Caribe, anulando estrepitosamente sus ahorros medioambientales. He llegado a creer que su reciclaje le justifica los vuelos transatlánticos. Persuade a la gente de que son ecológicos, permitiéndoles pasar por alto impactos mayores.

Nada de esto significa que no debemos intentar reducir nuestro impacto medioambiental, pero tenemos que ser conscientes de los límites de nuestras acciones. Nuestro comportamiento dentro del sistema no puede cambiar las consecuencias del sistema. Lo que hay que cambiar es el sistema.

Una investigación de Oxfam sugiere que el 1% más rico del planeta –si tu hogar tiene unos ingresos de 70.000 libras (unos 79.000 euros) al año o más, éste uno por ciento eres tú) produce alrededor de 175 veces más carbono que el 10% más pobre. ¿Cómo, en un mundo en el que se supone que todos tenemos que aspirar a mayores ingresos, podemos evitar que la Tierra, de la que depende todo bienestar, se convierta en una bolsa de polvo?

Mediante desacoplamiento ("decoupling"), los economistas nos lo dicen: separar nuestro crecimiento económico de nuestro uso de materiales. ¿Cómo está funcionando esto? Un estudio publicado en la revista Plos One ha descubierto que, mientras que en algunos países ha tenido lugar un desacoplamiento relativo, "ningún país ha conseguido un desacoplamiento total en los últimos 50 años". Esto significa que la cantidad de materiales y energía asociada a cada incremento del PIB puede caer pero, mientras que el crecimiento deja atrás a la eficiencia, el uso total de recursos sigue aumentando. Lo que es más importante, el estudio revela que, a largo plazo, el desacoplamiento tanto relativo como absoluto derivado del uso de recursos esenciales es imposible, debido a los límites físicos de eficiencia.

Un crecimiento global del 3% significa que el tamaño de la economía mundial se duplica cada 24 años. Esta es la razón por la cual las crisis medioambientales se están acelerando a este ritmo. Aun así el plan es asegurar que se duplique y se vuelva a duplicar, y siga duplicándose eternamente. En nuestra búsqueda por defender el mundo de la vorágine destructiva, podemos creer que estamos luchando contra corporaciones y gobiernos y la ignorancia general de la humanidad. Pero sólo son sustitutos del verdadero problema: el crecimiento perpetuo en un planeta que no está creciendo.

Aquellos que justifican el sistema insisten en que el crecimiento económico es central para la reducción de la pobreza. Sin embargo, un estudio en la World Economic Review señala que el 60% más pobre de las personas del mundo reciben sólo un 5% de ingresos adicionales generados por el crecimiento del PIB. Como resultado, se requieren 111 dólares (unos 94 euros) adicionales por cada dólar destinado a la reducción de la pobreza.

Por ello, según las tendencias actuales, se necesitarían 200 años para asegurar que todo el mundo reciba cinco dólares (unos cuatro euros) al año. Llegado ese punto, el salario medio per cápita llegaría al millón de dólares (unos 850.000 euros) al año, y la economía sería 175 más grande que actualmente. Esta no es una fórmula para vencer la pobreza. Es una fórmula para la destrucción de todo y de todos.

Cuando escuches que algo tiene sentido a nivel económico, esto significa que es lo contrario al sentido común. Esos hombres y mujeres sensatos que llevan los ministerios de Hacienda y los bancos centrales mundiales, que ven un ascenso infinito del consumo como algo normal y necesario, son los destructores: destrozan las maravillas del mundo y acaban con la prosperidad de las generaciones futuras para mantener unas cifras que tienen cada vez menos relación con el bienestar general.

El consumismo responsable, el desacoplamiento material, el crecimiento sostenible: son todo ilusiones, diseñadas para justificar un modelo económico que nos está llevando a la catástrofe. El sistema actual, basado en el lujo privado y la miseria pública, nos hará miserables a todos: bajo este modelo, el lujo y la carencia son una bestia con dos cabezas.

Necesitamos un sistema diferente, que no esté basado en abstracciones económicas sino en realidades físicas, que establezca los parámetros por los que juzguemos su salud. Necesitamos construir un mundo en el que el crecimiento sea innecesario, un grupo de suficiencia privada y lujo público. Y tenemos que hacerlo antes de que la catástrofe nos obligue a actuar.


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