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miércoles, 14 de junio de 2017

Chile y Venezuela


Leandro Grille, Público

Nicolás Maduro no es Salvador Allende. Ni es Hugo Chávez. Venezuela, además, no es Chile. Hasta ahí las afirmaciones son de una trivialidad tal que podrían obviarse. Sin embargo, el paralelismo entre la revolución bolivariana y el gobierno de la Unidad Popular, encabezado por el inolvidable presidente mártir, es enorme. Y negarlo, desconocerlo o soslayarlo es condición necesaria para desentenderse y adversar un proceso político contemporáneo sin la necesidad de replantearse viejos amores todavía vigentes.

Me propongo exponer brevemente, dentro de las limitaciones de mi formación, algunas claves de este paralelismo más allá de que no existen procesos históricos y políticos homologables en un sentido profundo, mucho menos cuando operan sobre sociedades y tiempos distintos.

Históricamente Venezuela ha tenido una economía basada en la extracción y comercialización de sus enormes reservas petroleras. Chile, por su parte, fundó su economía durante décadas en la explotación del salitre, hasta su declive tras el desarrollo del salitre sintético, y tras ello vivió literalmente de la extracción y exportación de cobre que, al momento de ascender Salvador Allende a la Presidencia, significaba el 75% de las exportaciones chilenas y más del 30% de los ingresos tributarios. Ambas eran economías extractivistas, fuertemente dependientes del precio internacional de un recurso natural preponderante.

Una primera gran similitud entre el gobierno de la UP y el proyecto político inicialmente liderado por Hugo Chávez fue la voluntad manifiesta de construir un camino al socialismo por vía democrática en un país del tercer mundo, recurriendo a las urnas y no a las armas. Este propósito común de resolver de modo pacífico la contradicción capital trabajo a favor de los explotados mediante la construcción de un Estado socialista por vía electoral, todavía no ha probado su viabilidad en ningún territorio del mundo. No hay precedentes.

No es extraordinario, entonces, que los dos procesos políticos hayan concentrado su vocación socializante en la redistribución de la renta producida por su principal rubro económico, ni puede sorprender que el derrumbe -forzado- del precio internacional del cobre entre el año 1971 y el año 1973, para Chile, y el desmoronamiento del precio del barril de petróleo a partir del año 2014, para Venezuela, hayan tenido las consecuencias económicas devastadoras que tuvieron en ambos países.

La crisis económica de la Chile de Salvador Allende fue tan grave y tan atizada por los Estados Unidos como la crisis venezolana. Desde que Allende obtuvo la presidencia de Chile, Estados Unidos, gobernado en ese entonces por Richard Nixon y con el genocida Henry Kissinger al frente del Departamento de Estado, tomó la decisión de derrocarlo y para ello orquestó un plan, conocido como FUBELT: para destruir la economía chilena, radiarla del mundo y producir un golpe de Estado que derrocara al gobierno marxista al que consideraban una grave amenaza a sus intereses.

Las pruebas de su accionar se conocieron 25 años después, cuando se desclasificaron los documentos, pero era evidente para cualquier observador que no fuera políticamente ingenuo o cómplice. Si el primer año de Allende significó una mejora sustantiva en la capacidad de consumo de la población, crecimiento económico, expansión de derechos, impulso de políticas públicas de avanzada, los años posteriores -condicionados por una guerra económica interna y externa conducida por Estados Unidos y ejecutada por los sectores más poderosos de Chile y sus medios afines, más la abrupta -y operada- caída del precio internacional del cobre tras la nacionalización de 1971, marcaron un derrumbe de la economía, dos años seguidos de caída del producto bruto, deterioro del salario real e inflación galopante, que llegó a ser los últimos dos años del gobierno de Allende la más alta del mundo, superando el 600%. La política de control de precios que aplicó el gobierno de Chile para contener la inflación es perfectamente comparable a ley de precios justos venezolana, y el poder económico respondió de la misma manera: con desabastecimiento y acaparamiento. Los chilenos debían hacer colas de varias cuadras para obtener productos básicos a precio regulado, o pagar montos infernales en el mercado negro que esquivaba el control del Estado. En Venezuela sucedió lo mismo. Y al desabastecimiento inducido, la respuesta del Estado venezolano fue la misma que la respuesta del gobierno de la UP: Allende creo las JAP (Juntas de Abastecimiento y Control de Precios) y Nicolás Maduro creó los CLAP (Comité Locales de Abastecimiento y Producción) que tal vez han funcionado mejor que las JAP, entre otras cosas porque, evidentemente, las autoridades venezolanas analizaron aquella experiencia y han hecho lo posible para que, a diferencias de las JAP chilenas, los CLAP venezolanos no sean saboteados y perseguidos. El descontento social venezolano de los últimos años y el chileno de la época de Allende trabajado por la guerra económica y sus duras consecuencias sobre la vida cotidiana de los chilenos, también fue comparable. Y en las elecciones parlamentarias de 1973, la Confederación para la Democracia (CODE, versión chilena de la actual Mesa de Unidad Democrática que agrupa a la derecha venezolana) obtuvo el 56% de los votos, contra el 43% que obtuvo la Unidad Popular de Salvador Allende, quedándose con la mayoría de las bancas, con guarismos que son singularmente parecidos a la elección de la Asamblea Nacional que perdió el chavismo en medio de una crisis idéntica, porque en 2015 la MUD venezolana obtuvo el 56% de los votos contra el 41% del Partido Socialista Unido de Venezuela. ¿Qué hizo Allende con un parlamento opositor? La oposición chilena agrupada en la CODE quería los dos tercios para poder acusar y, eventualmente, destituir a Allende como hicieron hace poco con Dilma, y como quisieron hacer con Maduro. No llegaron de casualidad. Pero controlaron el parlamento, y la oposición chilena intentó usar su mayoría parlamentaria amplia para promover una reforma constitucional con un proyecto conocido como Hamilton – Fuentealba que intentaba parar las políticas estatizadoras y socialistas de Allende. Allende vetó el proyecto y, por ello, fue acusado de avasallar la legalidad y pasar por arriba del poder legislativo. Fue acusado en parecidos términos que Nicolás Maduro y el odio político de las clases medias y altas se expresó en la calle, con movilizaciones cada vez más duras, y también masivas, donde también participaron estudiantes universitarios -no fueron solo los camioneros- e ingentes sectores sociales, entre los cuales sectores medios y profesionales, como médicos y abogados y dentistas y comerciantes. A Allende le calentaron la calle y no hubo 60 muertos, hubo más de 100, y lo acusaron de asesino, de tirano, de todo. Mientras tanto, los sectores aliados a la burguesía promovían el golpe, se concentraban en la puerta de los cuarteles, y participaban en conspiraciones. Si en estos días la fiscalía general de Venezuela se ha plegado a la oposición, también se plegó la contraloría general de la República en Chile cuando acusaron a Allende de desconocer la Constitución por vetar el proyecto de los opositores de derecha, que se proponía impedir la expropiación de tierras y la intervención en el comercio y en el rubro de los transportistas.

¿Por qué muchos creen que Salvador Allende era un hombre democrático y pacífico y su gobierno un ejemplo inolvidable, y se permiten a la vez aborrecer el proyecto de los bolivarianos? ¿No es acaso una inconsistencia? Por ahora, la gran diferencia es el desenlace. Salvador Allende fue víctima de un golpe de Estado militar al que resistió con su vida y el gobierno venezolano no ha sido derrocado todavía, ni siquiera por un golpe de Estado, aunque lo intentaron. Venezuela se defiende como puede. Hugo Chávez lo dijo: a diferencia de la chilena, la nuestra no es una revolución desarmada. Fidel se lo anticipó a Salvador Allende en su discurso de despedida en el Estado Nacional, al final de un recorrido de tres semanas por territorio de Chile, en diciembre de 1971. Luego de ver la experiencia -única en la historia de construcción del socialismo por vía pacífica-, le advirtió al pueblo de Chile que la violencia era inexorable, porque la derecha la iba a imponer: “¡Regresaré a Cuba más revolucionario de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más radical de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más extremista de lo que vine!”

Lo que está sucediendo en Venezuela no es extraño a la historia de América Latina. Ni la actitud de la OEA lo es. Ni la violencia lo es. Ni la crisis. Ni los muertos. Ni la guerra económica. Ni las mentiras de los medios. Ni la intervención de la mano negra de los Estados Unidos. Ni el desabastecimiento concertado. Ni el acaparamiento criminal. Ni las colas gigantes, ni la inflación astronómica, ni el mercado negro, ni el control de precio, ni los CLAP, ni las derrotas electorales en medio de crisis operadas, ni la caída majestuosa del precio del recurso económico más importante, ni las manifestaciones de las clases altas y medias. Ni las acusaciones de inconstitucionalidad. Ni las acusaciones de despotismo y tiranía. Porque lo que está sucediendo viene organizado desde el mismo lado y con el mismo objetivo que hace cuarenta y cuatro años. Es contra los mismos. Solamente han aggiornado sus métodos, porque como también dijo Fidel aquel día en el Estadio Nacional de Chile, la derecha aprende antes que el pueblo humilde. Pero el pueblo humilde también aprende. Y como ahora es más difícil que aparezca un Pinochet en Venezuela, entonces piden la intervención internacional. También en Chile se anticipaba una guerra civil. De eso se hablaba en el 73. Para mí, nada es sustancialmente distinto. Tampoco son distintos los que no van a soltar la mano de la Revolución Venezolana. Ni es distinta la derecha que se lo opone. Que no estallen de nuevo los cristales de los lentes de Salvador Allende.

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