José Moisés Martín Carretero, CTXT
Era enero de 2002. Andábamos como bobos intentando aclararnos sobre los cambios, si pasar todo de golpe o mantener algunas pesetas, sin hacernos una idea clara del precio de las cosas… era enero de 2002 y tomando unos cafés en Sol dejé dos euros de bote. “Has dejado 500 pesetas”, me dijo mi amigo Carlos. Yo hice como que no importaba. En realidad no tenía ni idea de si había dejado mucho o poco dinero hasta que Carlos me confirmó mi espléndida generosidad.
Para la mayoría de la ciudadanía, el cambio de moneda –que ya se había hecho realidad macroeconómica en 1999 con la fijación de los tipos de cambio irreversibles-- se había convertido más en un asunto de oficina de consumidor que de otra cosa: el famoso redondeo, el cuidado con las falsificaciones y timos, qué hacer con las pesetas, francos, florines o marcos perdidos en huchas y cajones, la percepción momentánea de perder el sentido sobre el valor de las cosas, en definitiva, asuntos de la vida cotidiana que en poco o nada oscurecían el logro histórico de manejar, de Algeciras a Helsinki, la misma moneda. Adiós a las casas de cambio, los problemas en los viajes, la debilidad de nuestra peseta… todas estas ventajas dejaban en poco los problemas iniciales de la transición. Lejos de la vida cotidiana, unos pocos economistas llevaban clamando ya diez años sobre la irracionalidad del diseño de la Unión Económica y Monetaria: Pedro Montes es quien más vivamente recuerdo, pero no faltaron también voces críticas desde la derecha del espectro político. Marginales en cualquier caso, por cuanto el consenso europeo y español –que entonces aglutinaba al 90% del Parlamento Europeo y del Congreso de los Diputados-- apostaba firmemente por el salto integrador y político que representó la creación de la eurozona.
Quince años más tarde, y aunque sería momento de hacer balance, poca gente lo hará. De los 15 años en los que la moneda única ha estado efectivamente en nuestros bolsillos, hemos pasado ocho en crisis. La imposibilidad de adecuar una política económica común a economías todavía con un grado de integración muy desigual ha generado una serie de monstruos que nos han llevado a vivir el sueño europeo como una pesadilla. En efecto, fue la recesión de Alemania y Francia en 2001/2002 la que obligó al Banco Central Europeo a bajar los tipos de interés, abaratando los créditos que nutrieron nuestra burbuja inmobiliaria, la de Irlanda y la deuda pública de Grecia. Cuando las tornas se cambiaron y el problema de crecimiento se trasladó del norte al sur, los países centrales se esforzaron en mantener una política económica irracionalmente rígida que llevó a los países del sur a situarse peligrosamente cerca de la bancarrota. Hay que recordar que en junio de 2008, cuando la crisis de la deuda estaba ya saltando de país en país, el Banco Central Europeo subió los tipos de interés al 4,5% para parar la inflación. Luego llegó el derrumbe y la aplicación de unas normas que nunca estuvieron pensadas para enfrentarse a un shock asimétrico de tal tamaño. Y mientras Trichet hacía gala de una política monetaria ultraortodoxa, el Eurogrupo garantizaba que, pasara lo que pasara, las reglas de la eurozona no se iban a quebrar. Inútil esfuerzo pues fue de esta manera como se pusieron bajo una constante amenaza de ruptura del euro.
Poco a poco fueron llegando los primeros remiendos. La puesta en marcha del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera y posteriormente del Mecanismo Europeo de Estabilidad permitían tener un marco estable de apoyo para países con dificultades de liquidez. El refuerzo de la gobernanza europea con el semestre europeo permitió ordenar el tráfico de elaboración de las políticas fiscales y económicas, sistematizando el proceso y permitiendo una previsibilidad en torno a la cual ordenar la política económica. Trichet fue relevado por Draghi y la política del Banco Central Europeo dejó de ser parte del problema para buscar ser parte de la solución. En 2014, la nueva Comisión abordó una estrategia para promover el crecimiento económico a través de un incremento de la inversión –el Plan Juncker-- al tiempo que el Banco Central Europeo inauguraba –con varios años de retraso-- su propia versión de la expansión cuantitativa. Las normas fiscales se fueron aplicando con flexibilidad, hasta tal punto que se perdonaron las sanciones a los países menos cumplidores, como España y Portugal. Sólo Grecia, chivo expiatorio, ha sido y es tratada sin contemplaciones con un único objetivo político: aleccionar al sur de Europa sobre las desventajas de votar a los partidos de la izquierda emergente.
Tras quince años de euro y ocho de crisis, ¿qué balance podemos hacer? Sin duda, muy negativo. El único logro reseñable de la eurozona ha sido controlar la inflación. La convergencia económica entre los países del sur y del norte se paró, e incluso se revirtió durante la crisis. Los desequilibrios económicos y sociales se han acrecentado, y la desconfianza política se ha disparado. Y no es un problema de orientaciones políticas. En The Euro and the battle of ideas, (El euro y la batalla de las ideas) (Princeton University Press 2016), los economistas Brunnermeier, James y Landau defienden que es la ausencia de una visión compartida sobre la eurozona entre Francia y Alemania la que ha dificultado la gestión de la crisis. Quien escribe estas líneas piensa que no es tanto la orientación de la política económica como la propia naturaleza de la eurozona la que debe cambiar radicalmente. Es difícil que esto ocurra en el actual contexto sociopolítico, pero o lo hacemos o la moneda –y la Unión-- europea tienen los días contados. El euro es un experimento fallido, un "fracaso de las élites políticas", como explicó en otro excelente libro Manuel Sanchís.
Ahora que parece que las peores consecuencias de la crisis económica amainan, es urgente retomar la agenda reformista y plantear una reformulación en profundidad del proyecto, que asuma hasta sus últimas consecuencias la conveniencia de que la política económica de la eurozona se construya para el beneficio de todos sus miembros. Para ello es necesario que los países cedan una nueva parte de su soberanía. De que lo hagan o no dependerá el futuro de la moneda y del continente. Porque si no arreglamos el diseño institucional de la eurozona, si no generamos mecanismos de reequilibrio y reactivamos la convergencia real, tarde o temprano los demonios de la eurozona volverán a despertarse. Parafraseando a Einstein cuando hablaba de la tercera y la cuarta guerras mundiales, no sabemos cuándo será la segunda crisis de la eurozona, pero lo que sí sabemos es que es muy probable que no haya una tercera, porque la eurozona habrá desaparecido.
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