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jueves, 26 de enero de 2017

Descomposición del neoliberalismo

Claudio Zulian, Cineasta, Público

“La sociedad no existe” dijo Margaret Thatcher a modo de resumen de un credo neoliberal que empezaba a manifestarse con poder y sin embozo. No era sólo un análisis, era también un proyecto: había que barrer todo aquello que pudiera sustentar una “sociedad” – del latín “socius”: compañero, aliado -, en aras de un individualismo radical que supuestamente habría liberado toda las energías y las capacidades de la gente. Como tal proyecto no era nuevo: se trataba más bien de la adaptación de las ideas liberales clásicas, al contexto social, político y tecnológico actual. Cuarenta años después, las políticas neoliberales han efectivamente cuarteado la “sociedad”, arruinando bienes comunes – cuya capacidad de aglutinación social no es fruto sólo de las necesidades que cubren, sino también del sentimiento de pertenencia a lo común que generan (por la contribución de todos a su creación y a su sustento). Han mermado así la sanidad, el paro y las ayudas a los más pobres, entre otros. En cuanto a la enseñanza pública, la razón de su intento de desmantelamiento ha sido doble: por ser un bien común y por ser el lugar donde se transmiten aquellas enseñanzas humanísticas que han constituido, hasta ahora, la base de la cultura ciudadana: reflexión y sentido crítico.

El neoliberalismo no habría podido aplicar sus políticas con tanto éxito, si estas no correspondieran de manera precisa a una forma de vida que ya había ido transformando la sociedad: el consumismo. El individuo consumista y el neoliberal son el mismo individuo: edonista y calculador, sabe, en teoría, escoger racionalmente lo que en cada momento le conviene. Sólo él existe de verdad, no la sociedad – que no es más que la suma de todas las decisiones individuales. Con sus cálculos, este individuo haría el bien para sí mismo y, por eso mismo, para todos. Desde un punto de vista filosófico y científico, se trata, obviamente, de una abstracción y, en cuanto a la política, de una utopía. Incluso Hayek – una de las referencias más importantes del neoliberalismo -, consciente de que un conjunto de individuos estrictamente egoístas y calculadores no sólo no existe en la realidad, sino que además, no podrían hallar una forma de gobierno – de hecho, el liberalismo clásico tiene versiones anarquistas – propuso algunos guardarrailes para su propia teoría: “prefiero un dictador liberal a un gobierno democrático que no sea liberal”. Por si cabían dudas, lo dijo, además, refiriéndose a Pinochet. De hecho, el neoliberalismo ha mostrado siempre estas dos caras: por una parte, el fomento de la libertad del mercado, entendida como máxima expresión de la libertad humana y del progreso; por otra, el despliegue de políticas autoritarias, incluso limitadoras de la libertad de expresión, para imponer tal libertad de mercado. Por esta razón, los gobiernos neoliberales han sido siempre conservadores en lo social y en lo político. La contradicción de un discurso económicamente liberal y socialmente autoritario es, en parte, fruto de la raíz decimonónica del pensamiento (neo)liberal: como otras utopías del siglo XIX y XX, al identificar una idea política con la verdad – del espíritu o de la historia -, ha tendido a imponer su orden de manera coercitiva – para proteger al pueblo de sus propios “errores”. En este sentido, el neoliberalismo ha sido la última de las utopías de la modernidad de la que nos hemos tenido que hacer cargo. Mal que les pese a Hayek y sus sucesores, su modo de pensar revela su pertenencia a la misma cultura del comunismo y del socialismo “real” al que con tanto ahínco se opusieron. Y hasta podría parecer una síntesis legítima que China, con su gobierno autoritario, antes comunista, y su política de desarrollo capitalista a ultranza, pueda ser ahora el país más próximo a la utopía neoliberal.

Nuestro problema, sin embargo, no es la imposición de un orden neoliberal, sino los efectos de su descomposición. Las quiebras de 2008 rasgaron el velo que cubría las disfuncionalidades y las contradicciones de unos discursos y unas políticas que, como toda utopía, habían prometido una libertad y un bienestar que, cuatro decenios después, sólo pertenecía a unos pocos mientras el desorden y el malestar se extendían para el resto. La crisis de 2008 mostró además de manera meridiana que se trataba de un discurso instrumental de grupos que luchaban por la hegemonía económica y social: las élites de la banca y la industria abandonaron súbitamente todos los discursos neoliberales y pidieron a gritos la intervención estatal – el pecado más grave según la vulgata neoliberal – para socializar las pérdidas de las empresas y bancos afectados. La supuesta libertad de mercado reveló su carácter de coartada para el expolio y la rapiña cometidos al amparo de la “globalización”. El discurso neoliberal se empezó a cuartear, para ser finalmente abandonado y criticado por los mismos grupos que lo habían defendido – y que ahora consideraban que ya no servía sus intereses. El giro de los conservadores británicos – ¡el partido de Margaret Thatcher! -, ha sido espectacular en este sentido: del neoliberalismo globalizador al proteccionismo nacionalista. Un giro que ha encontrado en el autoritarismo conservador consustancial al neoliberalismo el puente por el que han transitado sin demasiado esfuerzo las élites neoliberales. La práctica de políticas autoritarias ha dejado, además, un conocimiento de cómo forzar y debilitar las instituciones democráticas. Ahora, cínicamente, la debilidad de esas instituciones es esgrimida para justificar otro autoritarismo que, supuestamente, quiere remediar los desastres del neoliberalismo.

Aunque ahora se abandonen, las políticas neoliberales han afectado profundamente todas las sociedades del planeta, desarticulando modos de vidas y prácticas sociales, de modo que su desaparición no supone volver a un estado anterior – por ejemplo a una sociedad genéricamente socialdemocrática -, sino encontrarnos con una sociedad herida y desorientada. Lo que el derrumbe del neoliberalismo trae a la luz, no es una sociedad pretérita, con todos sus elementos orgánicamente funcionantes – si es que eso existió alguna vez – sino restos dislocados de formas sociales “anteriores”. Pongo anteriores entre comillas, porque siguiendo el símil arqueológico, no hay realmente tal anterioridad: los restos son siempre contemporáneos, conviven con las construcciones actuales como una construcción más. Están sin embargo des-funcionalizados y su descubrimiento los re-funcionaliza. El racismo que infecta a muchos europeos es un buen ejemplo. Amin Ash, en su lúcido análisis de nuestra sociedad en “Europe, land of strangers” dedica todo un capítulo a la “resistencia de la ideas de raza”, llegando a la pesimística conclusión que habrá que contar con ellas e intentar tratarlas, más que pensar que se puedan erradicar. El neoliberalismo ha roto el equilibrio socialdemocrático que fue dominante en la Europa de la postguerra, atrayendo hacia sí las élites socialdemocráticas y erosionando su legado. Sin embargo, no ha sido capaz de fundar una nueva sociedad “neoliberal”: demasiados excluidos, demasiada angustia en los no excluidos – siempre al borde la exclusión, o siempre confrontados al cálculo de su propio placer y de su goce-, demasiado desorden en el mundo debido a la propia cultura neoliberal de las élites, ellas también presa de cálculos cortamente egoísticos: el cálculo y el interés personal no producen ningún “estadista”, ni siquiera un simple “hombre público”.

Vivimos pues, en el paisaje después de la batalla de la última utopía de la modernidad – y del último proyecto de dominio: el neoliberalismo. Algunos “generales” neoliberales todavía intentan dictar órdenes: mantener a toda costa la austeridad, subir los impuestos indirectos, atacar a los movimientos sociales. Pero sus propias tropas empiezan a desobedecer, desanimadas. Y los generales más avispados ya cambian completamente de estrategia – Trump, por ejemplo -, pensando ya en el después y, a la vez, anticipándolo.

Para quien vive un momento de descomposición de un proyecto de poder como el actual, la historia es un libro abierto – como dijo Hannah Arendt a propósito de los refugiados. La abrupta discontinuidad del discurso de las élites y el rápido aflorar de los síntomas de malestar en la sociedad, nos permiten tener una consciencia clara de las razones de estos cambios – de las fuerzas en campo, de sus puntos de tensión, de sus tendencias. Este conocimiento puede ayudarnos a imaginar nuevas formas políticas. Intentar substituir una utopía que se resquebraja con otra – aunque tenga las mejores intenciones -, sería simplemente empezar un nuevo ciclo de imposición, opresión, dislocación. Quizá ha llegado el momento de que miremos de cara el campo de restos que tenemos ante nosotros y tengamos en cuenta, de una vez, la historia. No como un lastre, sino como el territorio preciso en el que tenemos que operar. Cada crisis, como la que vivimos, nos muestra que las ruinas de las crisis anteriores están allí, siempre disponibles a resignificaciones y actualizaciones. Una de nuestras tareas es, sin duda, que la resignificación sea benigna y fértil – incluso en lo que atañe a los restos del neoliberalismo. Pero, para ello es fundamental que interpretemos correctamente estas ruinas: en su composición podemos detectar las ideas e intereses que constituyeron, durante un tiempo, los discursos dominantes; en sus bordes y sus grietas, podemos hallar restos de aquello que acabó con ellos y su intento de imponer un orden total a la sociedad; y también de aquello que ningún proyecto de dominio ha conseguido domar: el núcleo indecible que nos habita – llámese pulsión, deseo, goce o pasión. Una nueva política debería tener en cuenta, de una vez, la historia de eso y de su inacabable vitalidad.

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