Pedro Luis Angosto, Público.es
Las políticas económicas propiciadas por la derecha mundial que imponen la austeridad, la deslocalización industrial y la esclavitud laboral sólo han servido para extender la pobreza y desmontar los derechos políticos, económicos y sociales que algunos trabajadores europeos tenían hasta hace unos días cuando lo correcto para mejorar la vida de las personas habría sido extenderlos a todo el orbe. Está claro que los grandes manijeros de la economía global han concluido que si bien esas políticas han servido para que los ricos sean todavía más ricos, mucho más ricos, esa riqueza está en tan pocas manos que no sirve para elevar la capacidad de consumo de la inmensa masa de trabajadores, que ha visto como sus salarios se deprecian progresivamente sin que nadie se atreva a pronosticar dónde está el límite por abajo. Empero, aunque se oyen cada vez más voces contrarias al austericidio, todavía no pesan lo suficiente como para cambiar las directrices económicas que venimos sufriendo desde mediados de los años ochenta –sobre todo desde el derrumbe del bloque soviético- aún a sabiendas de que la demanda se está estancando y puede abrir de par en par las puertas a otra crisis de consecuencias devastadoras puesto que todavía no hemos salido de la de 2007. Ante esa perspectiva nada halagüeña, las grandes corporaciones mundiales y los políticos a su servicio –la mayoría de los que están negociando el Tratado UE-Estados Unidos- idearon la creación de dos zonas de libre tráfico de mercancías y servicios al margen de la Organización Mundial del Comercio. La primera fructificó hace un año entre Estados Unidos, Japón, varios países Latinoamericanos y otros cuantos del Sureste asiático, dejando al margen a China y La India, que juntas suponen casi la mitad de los habitantes del planeta. Aunque los países asiáticos y americanos que signaron el Tratado del Pacífico tienen poco que perder dado el escaso desarrollo de la mayoría de sus economías, el acuerdo facilitará una mayor presencia de Estados Unidos en la zona y en ningún caso supondrá mejoras para las condiciones laborales de los países afectados.
El segundo tratado, que sería el más importante porque incluiría a los territorios más desarrollados y ricos del mundo, es el que llevan años negociando en la oscuridad más absoluta delegados de las corporaciones yanquis y europeas gracias a la mediación de los burócratas a sueldo del Congreso de los Estados Unidos y de la Unión Europea con la intención de crear una zona exclusiva de comercio y, a un tiempo, rebajar definitivamente los derechos de trabajadores, consumidores y ciudadanos hasta dejarlos al nivel que tienen en la patria de los Bush, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se trata, sin duda, de un atentado contra los principios rectores de la democracia europea posibilitado por la renuncia de la “nomenclatura” que rige los destinos de la Unión a defender lo más esencial de ella: El Estado del bienestar, algo que era incipiente en Estados Unidos cuando Reagan y sus seguidores decidieron extirparlo de raíz.
Para hacernos una ligera idea de lo que están urdiendo a nuestras espaldas podemos empezar por lo que semejante acuerdo supondría para los consumidores. Por ejemplo, en Estados Unidos no existe la protección preventiva cuando se trata de alimentos u otros productos de consumo consuetudinario, se supone que el fabricante de mayonesa o de pasta de dientes lo hace cumpliendo todos los requisitos sanitarios y sólo si se produce un envenenamiento o el descubrimiento, por denuncia interpuesta por un consumidor, de una partida pestilente, es cuando actúa la Administración, entonces sí, con severidad: El TTIP impondría el sistema norteamericano para permitir que los productos mucho menos controlados de ese país puedan competir en igualdad de condiciones con los europeos. Respecto a los ya muy deteriorados derechos laborales, recordar que en Estados Unidos los convenios colectivos apenas tienen importancia, siendo mucho más válidos los contraídos entre individuos –patrón y trabajador individual- o los corporativos, consecuentemente para que los productos europeos puedan competir con los yanquis la legislación laboral habrá de adaptarse a la ésta laminando los derechos de los trabajadores y, por ende, sus sueldos. Por si fuera poco, el TTIP contempla el sometimiento de las leyes estatales que protegen derechos a lo que se firme en el acuerdo. Puesto que las leyes de los Estados miembros de la Unión Europea tienen un rango inferior a las que elabora ésta elabora, el TTIP tendrá rango de ley europea y lo que en él se disponga será de obligado cumplimiento para todos los miembros incluso si contraviene la ley nacional, es decir que ningún Estatuto de los Trabajadores, ninguna Ley Orgánica, ni ningún convenio colectivo tendrá valor alguno ante lo que firmen, por ejemplo, dos transnacionales acogiéndose a lo reglamentado en el TTIP.
Estamos, evidentemente, ante una agresión sin precedentes a la ya deteriorada e insolidaria democracia europea, de tal modo que si quienes habitamos esta parte del mundo no somos capaces de alzarnos para impedir que tome carta de naturaleza legal, en adelante nuestro voto valdrá lo mismo que la ética de Jordi Pujol. El TTIP es el último instrumento ideado por los doctores del capitalismo salvaje para borrar de una vez por todas de la faz del planeta las conquistas democráticas que tanto esfuerzo y tanta sangre costaron. Durante décadas hemos creído que esas conquistas eran eternas, olvidando que fueron arrancadas por la fuerza a los plutócratas, represores, acaparadores y demás detentadores del Poder. El Poder hoy ha visto que no tiene a nadie enfrente, que la respuesta social apenas tiene entidad, que se reduce a “revueltas” localizadas ora en un Estado ora en otro, que la disidencia es incapaz de articular una respuesta global a su indecencia, que los partidos de la izquierda tradicional han claudicado merced a una idea del pragmatismo tan dañina como irreal y sumisa, por tanto actúa sin temor a nada, a sabiendas de que cualquiera de sus pretensiones, por disparatada que sea, llegará a buen puerto sin que se tambaleen las sagradas columnas sobre las que se apoyan los Palacios de Invierno, las Bastillas esplendorosas de nuestros días. El TTIP no es más que la consecuencia de la dimisión de la ciudadanía. Al capitalismo, jamás gustó la democracia. Se le impuso a la fuerza.
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