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domingo, 3 de abril de 2016
¿Quién diablos creó a Donald Trump?
Ariel Dorfman, Página 12
¿Quién diablos creó a Donald Trump?
Para explicar los orígenes de la inaudita candidatura del billonario de Nueva York a la presidencia, muchos políticos y expertos han recurrido persistentemente a Frankenstein, uno de los mitos vertebrales de la modernidad, la historia de un monstruo colosal que se rebela contra el científico que lo forjó. Estos observadores señalan la atmósfera tóxica engendrada por los republicanos a lo largo de varias décadas, Trump como la encarnación extrema de fuerzas que han atizado las llamas del miedo, el racismo y la xenofobia, un monstruo espurio al que es imposible ahora controlar.
Esta fórmula fácil, esta ecuación que compara a Trump con el Monstruo y su Partido con el Hacedor, por irrefutable que sea, no nos ayuda, sin embargo, a resolver el problema más urgente de cómo enfrentar al beligerante billonario y detener su catastrófica carrera a la Casa Blanca.
Para ello, necesitaríamos acudir a la novela Frankenstein, concebida hace dos siglos en el lúgubre verano de 1816 por una joven llamada Mary Shelley, una lectura que nos permitiría ir más allá de la simplificación a que su compleja y esclarecida fábula se ha visto reducida por la cultura popular.
Admito haber sucumbido, de niño, a los placeres de esa simplificación.
Conocí por primera vez al monstruo en 1949 a través de la película Abbott y Costello Contra los Fantasmas. Tenía siete años y recuerdo que me aferré a la mano de mi mamá durante todo el trayecto de vuelta del cine, en Manhattan, a nuestro hogar en el barrio de Queens, donde vivía también Donald Trump, que recién había cumplido los tres años. Me imagino que Trump hubiera noqueado al gigante cadavérico de un puñete en plena cara, para citar una de las fanfarronadas que profiere contra quienes protestan por sus mítines, pero confieso que yo temblaba de miedo. Aunque a la vez fascinado, decidido a vencer mi aprehensión con visitas a sus múltiples avatares, desde Frankenstein, aquella versión fílmica de James Whale, hasta La Novia de Frankenstein y El Hijo de Frankenstein e incluso El Fantasma de Frankenstein, donde Lon Chaney reemplazó al perpetuo Boris Karloff.
A mi madre no le importó acompañarme a todos esos espectáculos, siempre que le prometiera que leería en el futuro la novela original, donde iba a descubrir que Frankenstein, según ella explicitó, “no es el monstruo sino el genio arrogante que lo diseñó. Y eso te va a plantear dudas que no van a ser de fácil resolución”. Y, de hecho, al beber de esa fuente en mi tardía adolescencia, me atormentó una pregunta que debe haber rondado a Mary Shelley cuando, pasando sus vacaciones en una mansión suiza, junto a Lord Byron y su futuro marido, Percy Bysshe Shelley, comenzó a escribir Frankenstein: ¿quién es el verdadero monstruo, el engendro deforme que, contra su voluntad, cobra vida, o su creador excesivamente ambicioso?
Volver a plantear hoy esa pregunta angustiosa nos permite profundizar en lo que es de veras aterrador en la insurgencia de Trump: el hecho de que legiones de ciudadanos voten a un hombre que se nutre del miedo y se solaza con la tortura y las deportaciones masivas. Sin esas multitudes perturbadas que proyectan sobre él sus incertidumbres, pesadillas y deseos, Trump no existiría. ¿No son los verdaderos monstruos los hombres y mujeres encantados por su carisma y beligerancia, su incesante celebración de la avaricia y el machismo?
La tentación de construir una inmensa muralla en torno de esos contrincantes, alejarlos de nuestra vida y de nuestra vista, es a menudo avasalladora. Con más razón hay que tener cuidado de no imitar a los seguidores de Trump, degradando y demonizándolos como si fuesen una horda invasora y maligna.
Es precisamente esta deshumanización del Otro lo que la novela de Mary Shelley critica. Aunque la mayoría de las versiones fílmicas enmudecen al monstruo, en el libro él posee un alma frágil y desesperanzada, capaz de articular su soledad, exigiendo que no lo juzguemos por su exterior deforme. ¿Estoy delirando, siendo demasiado cándido, si sugiero que lo que debemos sentir ante los adherentes de Trump es más bien pena y compasión? Dejando de lado los violentos e irredimibles fanáticos neonazis que ocupan los márgenes del movimiento, ¿acaso la inmensa mayoría de los que votan a Trump no residen en una desolación existencial que se sintetiza en el epígrafe del Paraíso Perdido de Milton que se cita en la primera página de Frankenstein, invocación de Adán al Dios que lo labró: “¿Te solicité/ Que de la oscuridad me promovieses?”
Es posible que sus huestes hayan creado a Trump y alentado su revuelta, pero ¿qué Dios inmisericorde los promovió desde la oscuridad, los hizo sentirse tan desamparados e indefensos, tan rabiosos y agobiados por la crisis económica, que necesitan encumbrar a un demagogo que apela a sus instintos más viles y utiliza la tristeza y la inseguridad ajenas para incrementar su poder?
Aunque Trump termine finalmente derrotado, esos ciudadanos confusos van a permanecer vastamente entre nosotros. Constituyen el verdadero desafío. Si la zona más oscura de la historia norteamericana les dio origen, estimulando su anhelo de un Superman como Trump que los salvara, tendría que ser entonces la parte más luminosa de esa América la que debería, después de mirarse intensamente en el espejo, responder a la frustración de aquellos iracundos, convencerlos de que dejen de conjurar falsos demonios desde el abismo y empiecen a pelear contra los demonios tanto más tangibles de la guerra, la pobreza, el racismo, la desigualdad de género y el cataclismo ecológico que nos amenaza a todos por igual, los verdaderos terrores y monstruos que únicamente es posible vencer lado a lado.
Solo si hallamos un modo de despojar a esos seguidores de Trump de sus quimeras y su recelo, hallar un modo de que se les incluya en la solución a los dilemas de nuestro tiempo, solo en ese caso podrán tornarse maravillosamente proféticas las últimas palabras de Mary Shelley en su novela, cuando se despide del Monstruo y de lo que hay de monstruoso en todos nosotros: “Pronto fue llevado lejos por las olas, y se perdió en la oscuridad y la distancia”.
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