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lunes, 1 de febrero de 2016

Esclavos blancos y esclavos negros

José Pablo Feinmann, Página 12

No hay nada peor que una guerra civil. Los coterráneos son los seres que más se odian cuando se entremeten en un conflicto armado. Estados Unidos puede dar testimonio de la veracidad de tal afirmación. El Norte y el Sur llevaron a cabo, entre 1860 y 1865, una guerra feroz, sanguinaria. La excusa fue la esclavitud. El Norte quería abolirla. El Sur conservarla. El Norte quería obreros libres para sus industrias. El Sur, esclavos para sus plantaciones de algodón y tabaco. El Norte sabía, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, que sólo el valor agregado que la industria añadía a los productos del suelo establecía un valor superior. El monocultivo sureño conducía al atraso. El industrialismo del Norte era el ariete que abría las puertas del progreso. Así, todo indicaba que el Sur quería esclavos para cosechar la tierra. Y el Norte obreros para sus industrias. Esto entusiasmaría a los socialistas europeos, todos partidarios del Norte. De esta forma, Marx y Engels envían cartas alentadoras a Lincoln. Si el Norte triunfa será un país autónomo, industrial. Si lo hace el Sur hundirá a la nueva nación surgente en el atraso, en la sumisión a Inglaterra, de donde continuará importando sus productos manufacturados a cambio de algodón y tabaco extraído por manos esclavas.

En Washington, los senadores del Sur atacan a los del Norte, todos abolicionistas, diciéndoles que el supuesto “obrero libre” de la industria norteña lleva una vida más desdichada que el esclavo del Sur. Con burla, con cruel ironía, les piden a los industrialistas del Norte que liberen antes a sus Esclavos Blancos y luego se ocupen de los esclavos negros del Sur. ¿Qué es un Esclavo Blanco? Ni más ni menos que el “obrero libre” que Marx describe en el primer tomo de El Capital. El que vende al capitalista lo único que tiene, su único valor de cambio: si fuerza de trabajo. Una vez en la fábrica, el valor de cambio del obrero se transforma en valor de uso en beneficio del patrón. Ahí, si el obrero produce por valor de 100, el patrón le paga 30. La diferencia entre 30 y 70 es la plusvalía y se la queda el patrón. Ese es el esclavo blanco. La expresión de su esclavitud es el salario. El salario sólo reconoce el 30% de lo que produce la fuerza de trabajo. El resto, el 70%, no. En ese 70% el obrero del Norte o el inglés de Manchester y Liverpool son iguales al esclavo del Sur. Su trabajo, lo que ese trabajo produce como valor, no es recompensado. Sin embargo, siguen argumentando los senadores sureños, el obrero del Norte, cuando es despedido, queda abandonado a su suerte, siempre amarga, solitaria. Se lo deja morir de frío o de hambre. Al no tener salario no puede comprar ni lo que antes compraba: ropas, un techo (por exiguo que fuere) y alimentos. Porque los seres humanos, con empleo o sin él, necesitan comer. Al llegar a viejos, los espera el desamparo absoluto. ¿Cómo podrían alimentarse o alimentar a su familia si no pueden trabajar, si han perdido lo único que podían ofrecer: su fuerza de trabajo? Notemos que, con gran habilidad, son aquí los sureños los que se presentan como almas buenas, sensibles ante el dolor de los otros. Nosotros, seguirán, no tratamos así a nuestros negros. Ellos, que sí, que son nuestros esclavos, viven mejor que los esclavos de ustedes. Cuando se enferman, se los atiende. Cuidamos que nunca pasen hambre o frío. Siempre se los alimenta (y bien: queremos que sean fuertes). Y cuando llegan a la ancianidad los cuidamos como si fueran semejantes a nosotros, cosa que no son. Pero no los dejamos morir en la indigencia, solos. El fruto literario de esta concepción de la esclavitud fue La Cabaña del Tío Tom (Uncle Tom’s Cabin) de Harriet Beecher Stowe, publicada antes de Guerra Civil, en 1851. Aunque el texto desborda sentimientos humanitarios hacia los esclavos, aunque hace de su protagonista, Uncle Tom, una especie de sabio patriarca, y hasta de profeta tramado por una honda fe y una religiosidad profundas, ha permanecido como sinónimo del “esclavo bueno”, del esclavo fiel al patrón. Podría establecerse un paralelo con el Martín Fierro de la Vuelta o el Don Segundo Sombra de Güiraldes. Ser un “negro Tío Tom” es ser un traidor a la lucha de los negros por su liberación definitiva. Más aún después de los Panteras Negras, de Malcolm X o de Muhammad Alí. Se cuentan dos anécdotas sobre Lincoln y la autora de La Cabaña del Tío Tom, Beecher Stowe. En una, Lincoln, al conocerla, le dice: “Así que usted es la pequeña señora que desató esta guerra”. En la otra, que beneficia, creo, algo más a Stowe, Lincoln le dice: “Así que usted es la pequeña señora que ganó esta guerra”. Colocado en su momento, dentro de sus creencias religiosas, el esfuerzo de Beecher Stowe no es desdeñable.

En este intento por indagar las complejidades del pensamiento político norteamericano nos acercamos a la pieza oratoria de la que habremos de partir: el discurso que pronunció Lincoln meses después de la batalla de Gettysburg. Pocos antes de morir, George Gersh- win, respondiendo a la pregunta sobre qué pensaba componer en el cercano futuro, dijo: “Quiero ponerle música al Discurso de Gettysburg”. Esta batalla, terriblemente sangrienta, fue el punto de no retorno de la guerra. El triunfo quedó en manos del Norte. Las tropas de la Unión estaban al mando de George A. Mead. Las del Sur, al mando del General Robert E. Lee. Duró, la batalla, tres días: Desde el primer día del mes de julio de 1863 hasta el tercero. Las tropas de Lee, entre muertos y heridos, tuvieron 30.000 bajas. Las del Norte, 23.000. El discurso de Lincoln es del 19 de noviembre de ese mismo año, y concluye así: “Más bien es a nosotros a quienes toca dedicarnos a la gran tarea que tenemos por delante (...) resolver aquí, por encima de todo, que estos muertos no murieron en vano; que esta nación, bajo la mirada de Dios, tendrá un nuevo nacimiento de la libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no desaparecerá de la tierra”. Lincoln fue asesinado el 15 de abril de 1865. En un teatro y por un actor, John Wilkes Booth. Que le disparó un tiro a quemarropa en la cabeza. Hay un chiste macabro sobre esto. Se sabe que Lincoln era un hombre reservado, envuelto siempre en sus pensamientos. Incluso el Discurso de Gettysburg no tiene más de 300 palabras, seguramente menos. Nadie sabía, nunca, qué pensaba. El chiste dice: “El único que entró en el cerebro de Lincoln fue Booth”.

Si bien el General Lee se rinde ante el General Ulysses S. Grant en Appomattox Court House, Virginia, el día 9 del mes de abril de 1865, el racismo sigue. El 24 de diciembre de ese mismo año aparece el Ku Klux Klan. La película inaugural del cine norteamerico, El Nacimiento de una Nación, empieza con la imagen de un negro llegando a Estados Unidos y una leyenda que dice: “Cuando llegó el primer negro empezó la división”. La otra película “clásica” sobre la Guerra Civil se narra desde la óptica sureña, Lo que el viento se llevó. Walt Disney, a comienzos de los 40, quiere homenajear al “viejo Sur” y lleva a cabo un film que se llama Canción del Sur - Los Cuentos del Tío Remus. El día del estreno, al actor que personifica al Tío Remus, que era, desde luego, negro, no lo dejan entrar al cine. A comienzos de los sesenta, un boxeador negro que se ha consagrado como campeón olímpico y le han dado, coherentemente, una enorme medalla, entra orgulloso en un bar, con su medalla en medio del pecho, se sienta y llama a la camarera: “Un café y un hot dog”, pide. “Aquí no servimos negros”, le dice la camarera. El boxeador dice: “Yo no le pedí un negro. No quiero comerme a un negro. Quiero solamente un café y un hot dog”. Era, en ese entonces aún, Cassius Clay. Después fue Muhammad Alí. Negro, fue siempre. Y estaba orgulloso de serlo.

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