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jueves, 22 de octubre de 2015

Marx un siglo después


Michael Löwy, Marx desde cero

El término “crisis del marxismo” es más bien un fórmula periodística que un concepto teórico; describe el hecho de que, en ciertos países capitalistas avanzados, sectores significativos de la intelligentsia de izquierda, de origen stalinista y/o maoísta, bajo el impacto simultáneo de la disidencia en la URSS y en Europa Oriental (especialmente las revelaciones de Soljenitsin en el Archipiélago Gulag) y de la crisis del maoísmo en China, han conocido una profunda desmoralización y desorientación, que se manifiesta en particular por el rechazo —a partir de mediados de los años 70— del marxismo como “doctrina totalitaria” (existen también intelectuales de origen no stalinista que han conocido una evolución similar —por ejemplo Castoriadis— pero son más bien una excepción).

No por casualidad se ha procesado esa crisis con particular intensidad en los países en los cuales el stalinismo y/o maoísmo tenía una influencia masiva entre los intelectuales: Francia e Italia (en Inglaterra, al revés, en los últimos cinco años el marxismo ha conocido un gran desarrollo desde el punto de vista social, cultural y científico). En su forma más superficial —la “nueva filosofía” y los nuevos ideólogos (arrepentidos) del antimarxismo— explotada ad nauseam por los mass–media, no es sino el reverso de la medalla stalinista: incapaces en el pasado de distinguir el marxismo de su lamentable caricatura burocrática, no hacen esos doctrinarios sino reproducir su postura anterior, pero ahora con signo valorativo invertido. Pero la inquietud y la perplejidad de amplios sectores de la ex militancia izquierdista manifiesta un fenómeno más profundo: el desafío que representa, para el marxismo, la paradoja de su transformación, en las sociedades poscapitalistas, en ideología de Estado, al servicio de un orden opresivo y explotador.

El stalinismo (en sus diversas variantes) no fue una “desviación teórica”, sino uno de los fenómenos políticos centrales de la historia del siglo XX: la formación en las sociedades que han abolido el capitalismo (en ciertos países a través de una auténtica revolución social: URSS, China, etc.) de un Estado totalitario y/o autoritario —en algunos períodos terrorista— monopolizado por una capa estamental (Stand) con intereses propios, distintos y opuestos a los de los trabajadores: la burocracia. La ideología de esta capa parasitaria dominante (que tiene sus orígenes históricos en el movimiento obrero) es una caricatura: el marxismo, vaciado de su contenido crítico–revolucionario y reducido a una cáscara petrificada y vacía, que la burocracia llena con su propio contenido apologético, conservador y mistificado. Para hacer frente a este desafío, para salir de esta crisis, el marxismo no puede limitarse a repetir de manera ritual algunas citas de Marx y de Engels, según el modelo típico–ideal del molino de rezos budista; necesita renovarse y actualizarse, a través de un proceso de reflexión crítica (y autocrítica) sobre la realidad social actual. Si el marxismo es —como creemos— el “horizonte intelectual de nuestra época” (Sartre), todas las tentativas de “superarlo” no conducen sino a retroceder a niveles inferiores del pensamiento social: en el terreno de la “crisis del marxismo” vuelven a florecer el liberalismo burgués, el positivismo, la metafísica idealista o materialismo vulgar, el biologismo social, el oscurantismo reaccionario. Sólo de la actualización del marxismo pueden resultar planteamientos con fuerza emancipatoria real, desde una perspectiva totalizadora de cambio revolucionario de la sociedad humana.

El marxismo como crítica radical

En nuestra opinión, la actualización del pensamiento de Marx tiene que empezar en el mismo punto de partida del cual salió el autor del Manifiesto Comunista: en una carta a Ruge de 1843, él designaba a su método como la crítica despiadada de todo lo existente. La actualización del marxismo nada tiene que ver con la codificación dogmática y talmudista de todos los análisis concretos de Marx (o Engels) sobre tal o cual aspecto de la realidad social. Significa, por el contrario, la utilización del método de Marx, que él definía en el prólogo de El Capital como una “dialéctica racional… crítica y revolucionaria”, uniendo la explicación de lo existente con la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa, es decir, de su historicismo humanista radical, de su filosofía materialista de la praxis, para comprender, interpretar y transformar el mundo en que vivimos: para explicar los fenómenos nuevos que no existían en su época, para corregir y superar dialécticamente sus errores, limitaciones y lagunas, y en particular para criticar, con la perspectiva de su abolición revolucionaria, tanto los regímenes y sociedades bajo la dominación del capital, como los Estados poscapitalistas que se reclamaron, en forma mistificadora, de su pensamiento.

Esta renovación implica “necesariamente” el enriquecimiento del marxismo con el aporte de los nuevos movimientos sociales, sobre todo el feminismo (pero también la ecología, el movimiento antiguerra, etc.). La integración del punto de vista feminista como dimensión esencial y permanente de los análisis y del programa marxista —y no como un capítulo distinto, exterior, a añadirse “desde afuera”— es una condición esencial para que gane el marxismo un carácter universal, totalizador, radicalmente emancipador, cuyo telos es la abolición no de una, sino de todas las formas de opresión social. La actualización del marxismo exige también su “fertilización” por las formas más avanzadas y productivas del pensamiento teórico no marxista, de Max Weber a Freud, de Marc Bloch, Karl Mannheim y de Piaget a Foucault, así como la incorporación de los resultados, limitados pero útiles, de varios sectores de la ciencia social universitaria.

Hay que inspirarse aquí en el ejemplo del mismo Marx, que supo utilizar ampliamente los trabajos de la filosofía y de la ciencia de su época —no sólo Hegel, Feuerbach y Ricardo, sino también, Quesnay, Ferguson, Sismondi, John Stewart, Hodgskin, Maurer, Lorenz Von Stein, Flora Tristán, Saint Simón, Fourier, etc.— sin que eso reduzca en lo más mínimo la unidad y la coherencia teórica de su obra. La pretensión de reservarle al marxismo el monopolio de la ciencia, rechazando las otras corrientes del pensamiento y de la investigación al purgatorio de la pura ideología —por obra y gracia de un milagroso “corte epistemológico”— nada tiene que ver con la concepción que tenía Marx de la articulación conflictiva de su teoría con la producción científica contemporánea. Esto no significa caer en la tentación ecléctica tan frecuente en el marxismo universitario: entre el método marxista y el positivismo, el funcionalismo, el estructuralismo, el socio–biologismo, la filosofía analítica, el materialismo vulgar, el neokantismo, etc., ninguna “síntesis” es posible. De lo que se trata es de integrar los varios aportes auténticos, partiendo del cuadro teórico coherente y unificador que constituye el método dialéctico–revolucionario de Marx, de criticar, absorber y superarlos gracias a la categoría de la totalidad, de romper con sus limitaciones estructurales desde una perspectiva historicista radical y desde el punto de vista de la clase revolucionaria universal.

Obviamente no existe para ese procedimiento ninguna receta ni modelo exclusivo, pero en la historia del marxismo en el siglo XX encontramos innumerables ejemplos significativos. Mientras el materialismo histórico de Kautsky, supuestamente ortodoxo, es en realidad una combinación ecléctica de concepciones marxistas, evolucionistas, darwinistas y positivistas. Historia y Conciencia de Clase, de Lukács logra enriquecer el análisis marxiano de la reificación con los aportes de la sociología clásica alemana (Tonnies, Simmel, Max Weber). Wilhelm Reich y Marcuse representan dos modalidades distintas, pero no necesariamente contradictorias, de articular productivamente el discurso marxista con algunos temas esenciales de psicoanálisis (en contraposición a un sinnúmero de tentativas eclécticas fracasadas).

La dimensión utópica

Finalmente, el desarrollo creador del marxismo y la superación de su actual “crisis” requieren, paralelamente a la radicalización de su negatividad dialéctica, el restablecimiento de su dimensión utópica. La crítica irreconciliable y profundizada de las formas actuales del capitalismo y de las sociedades burocráticas poscapitalistas es necesaria pero insuficiente. La credibilidad del proyecto de transformación revolucionaria del mundo contemporáneo implica la existencia de modelos de sociedad alternativa, de visiones de un futuro radicalmente distinto, de horizontes de una humanidad realmente emancipada. El socialismo científico tiene que volverse (también) utópico, sacando su inspiración del Principio Esperanza (Emst Bloch) presente en las luchas, sueños y aspiraciones milenarias de los explotados y oprimidos, desde Jan Hus y Thomas Münser hasta los soviets del 1917–19 en Europa y las colectivizaciones catalanas del 1936–37.

En este terreno es aún más indispensable abrir ampliamente las puertas del pensamiento marxista a las más diversas contribuciones, desde las utopías sociales del pasado hasta las críticas románticas de la civilización industrial, y desde el falansterio de Fourier hasta los ideales libertarios del anarquismo. Marx se impuso severas limitaciones en relación a lo utópico, planteando dejar a las generaciones futuras la preocupación de los problemas de la realización del socialismo. Ahora bien, nuestra generación ya no puede mantener la misma postura teórica: confrontada a sociedades poscapitalistas burocráticas que pretendieron concretizar “el socialismo” y hasta “el comunismo”, necesitamos imperativamente modelos alternativos de una verdadera asociación libre de los productores (Marx). Necesitamos una utopía marxista —el concepto es herético, pero sin herejía ¿cómo puede desarrollarse y renovarse el marxismo?— que plantee en la forma más concreta posible un espacio imaginario liberado, en el cual ya no existan la explotación del trabajador y la opresión de la mujer, la alienación y la reificación, el Estado y el Capital.

Sin abandonar ni un momento la preocupación realista por la táctica y la estrategia revolucionarias, y por los problemas muy materiales de la transición al socialismo, hay que darle, al mismo tiempo, libre curso a la imaginación creadora, al sueño despierto, a la esperanza activa, y al espíritu visionario rojo. El socialismo no existe como realidad presente: hay que reinventarlo como meta de combate por el futuro, desarrollando, sin trabas ni tabúes, la más amplia discusión sobre las condiciones de posibilidad de una democracia socialista, de una planificación verdaderamente democrática —en la cual los valores de uso vuelvan a predominar sobre el valor de cambio— de formas no alienadas y no opresivas de relaciones entre los sexos, del restablecimiento de la armonía entre el hombre y la naturaleza.

No se trata de producir especulaciones abstractas y arbitrarias, sino de concebir una Gemeinschaft humana cualitativamente distinta, partiendo de las posibilidades objetivas creadas por las mismas contradicciones de la civilización industrial, por la crisis simultánea del capitalismo contemporáneo y colapso del “socialismo real”. Independientemente de las polémicas con el socialismo utópico de su tiempo, la obra de Marx contiene —aun de manera fragmentaria— esta dimensión utópico–revolucionaria, que siempre han denunciado, en nombre del “realismo”, sus críticos académicos y/o reformistas. Una de las características del empobrecimiento y achatamiento socialdemócrata y después stalinista del marxismo en el siglo XX fue precisamente la ocultación y evacuación de esa dimensión “mesiánica”, en aras de una concepción mezquina y estrecha del cambio social. Hoy en día —parafraseando una vieja fórmula de Lenin— podríamos decir que sin utopía revolucionaria no habrá práctica revolucionaria.

La autoemancipación humana

Explicar la degeneración burocrática de las sociedades poscapitalistas como resultado de las concepciones de Marx es tan útil y esclarecedor como analizar a Torquemada y la Inquisición como consecuencia de los principios del Evangelio, la intervención (en nombre de la “democracia”) de Estados Unidos en Vietnam como expresión de la obra de Rousseau, o el tercer Reich alemán como la aplicación del nacionalismo de Fichte (o del irracionalismo de Schelling. o del estatismo de Hegel, etc.). La superficialidad y la indigencia teórica de la gran mayoría de los nuevos ideólogos del antimarxismo es tal, que sus obras sólo presentan interés como síntoma de la industrialización, comercialización y “mass–mediatización” de la cultura en nuestra época.

Una crítica seria y digna de interés del autoritarismo marxista existe, pero los mass–media capitalistas que han elevado a las nubes los insignificantes doctrinarios neoantimarxistas nunca se han interesado por ella (no por casualidad); se trata de aquella que han presentado desde hace un siglo hasta hoy los anarquistas, anarco–sindicalistas y comunistas libertarios. Uno puede rechazar sus argumentos como equivocados (como nosotros lo creemos) pero son verdaderos argumentos y no burbujas de jabón publicitarias. Hemos tratado de explicar en nuestro trabajo sobre el joven Marx 1 —aunque se trate de concepciones que estructuran el conjunto de su obra, aun si son más explícitas en los años 1844–48—, por qué su teoría de la revolución tiene un carácter esencialmente antiautoritario.

En la primera mitad del siglo XIX predominaba, en las corrientes revolucionarias del naciente movimiento comunista (el jacobino– babouvismo, el blanquismo) una concepción autoritaria y sustituta de la revolución, entendida como acción de un reducido grupo, una élite revolucionaria, que se atribuye la misión de sacar al pueblo trabajador de la esclavitud y de la opresión. Partiendo de la premisa fundamental del materialismo metafísico del siglo XVIII —los hombres son el producto de las circunstancias, y si las circunstancias son opresivas, la masa del pueblo está condenada al oscurantismo— estas corrientes consideraban al proletariado como incapaz de asegurar su propia emancipación; por lo tanto, la liberación tendría que venirle desde afuera, desde arriba, desde la pequeña minoría que por excepción logró alcanzar las luces, y que llena ahora el papel que los filósofos materialistas del siglo XVIII le atribuían al déspota ilustrado: destruir desde arriba el mecanismo de relojería (circular y autoreproductivo) de las circunstancias sociales, y permitirle así a la mayoría del pueblo acceder al conocimiento, la razón, la libertad.

Al romper, en las Tesis sobre Feuerbach (1845) y la Ideología Alemana (1846), con las premisas del materialismo mecanicista, elaborando los ejes centrales de una nueva concepción del mundo, Marx lanzó también los fundamentos metodológicos para una nueva teoría de la revolución, que se inspira al mismo tiempo en las experiencias más avanzadas de la lucha de los trabajadores en esa época (el carlismo inglés, la revuelta de los tejedores de Silesia en 1844, etc.). Rechazando a su vez el viejo materialismo de la Filosofía de las Luces (cambiar las circunstancias para liberar al hombre) y el idealismo neohegeliano (liberar la conciencia humana para cambiar la sociedad), Marx corta el nudo gordiano de la filosofía de su época, planteando, en la tercera tesis sobre Feuerbach, que en la praxis revolucionaria coinciden el cambio de las circunstancias y la transformación de la conciencia del hombre. De ahí, con rigor y coherencia lógica, su nueva teoría de la revolución (presentada por primera vez en la Ideología Alemana): sólo por su propia experiencia, en el curso de su propia praxis revolucionaria, pueden las masas explotadas y oprimidas romper a la vez con las circunstancias exteriores que las oprimen (el Capital, el Estado burgués) y con su conciencia mistificada anterior. En otras palabras: no existe otra forma de emancipación auténtica que la autoemancipación. Como lo proclamaría más tarde Marx en el Manifiesto Inaugural de la Primera Internacional: la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos. La revolución, como praxis autoliberadora es simultáneamente el cambio radical de las estructuras económicas, sociales y políticas, y la toma de conciencia, por el pueblo trabajador, de sus intereses verdaderos, el descubrimiento de ideas, aspiraciones y valores nuevos, radicales emancipadores. Dentro de esta concepción de la revolución no hay lugar —desde el punto de vista de la estructura del argumento— para ningún déspota esclarecido, individual o colectivo. Como enseñaba el Himno de la Internacional: “No hay salvador supremo / ni Dios, ni César, ni tribuno / productores, salvémonos nosotros mismos”.

La doctrina del partido que sustituye al proletariado, que le impone desde arriba su “papel dirigente” inscrito en la Constitución (Polonia), y aún más, la grotesca ideología del jefe supremo, infalible, omnisciente y genial, implican una ruptura total con lo que hay de profundo en la filosofía de la praxis y en la teoría revolucionaria de Marx. Los antecedentes del culto de Stalin, Mao, Kim–II–Sung o Ceaucescu hay que buscarlos más bien en la historia de las religiones, o en las costumbres del despotismo oriental (asiático y bizantino) que en el pensamiento del fundador de la Asociación Internacional de los Trabajadores…

La burocratización de los partidos obreros no es una fatalidad, pero tiene su origen en la estructura concreta de esos partidos y en el tipo de relaciones que establece su aparato dirigente con su propia base, por un lado, y con las masas obreras, por el otro. Resulta también de la naturaleza misma de las sociedades capitalistas (o poscapitalistas) existentes, con sus sistemas de jerarquía, autoritarismo, división del trabajo, atomización y privatización de los individuos, que produce y reproduce constantemente el conformismo, la pasividad, la alienación, favoreciendo el desarrollo, en el seno del movimiento obrero, de la división jerárquica entre dirigentes y dirigidos, trabajadores intelectuales y manuales, hombres y mujeres.

Para los que creen resolver el problema atribuyendo al bolchevismo o a las concepciones organizativas de Lenin la responsabilidad por esa burocratización, recordamos que ya en el año 1907 el sociólogo alemán Robert Michels había estudiado la enorme penetración del proceso de formación de una “oligarquía” burocrática dirigente en el seno del Partido Social Demócrata Alemán, es decir de una capa de funcionarios que tendían a monopolizar el poder y cuyos intereses conservadores se oponían de facto a las finalidades revolucionarias del movimiento obrero. El libro de Michels (La sociología de los partidos políticos), tiene muchas limitaciones y su punto de vista es más cercano a Sorel que al materialismo histórico, pero supo percibir el fenómeno más temprano que la mayoría de los teóricos marxistas de su época —comenzando por el mismo Lenin y por Trosky que tenían en ese período muchas ilusiones sobre el SPD, al que consideraban como modelo del partido obrero de masas.

La comunidad de los revolucionarios

La clase obrera no puede luchar contra el Capital, ni mucho menos enfrentar al estado burgués, destruir su aparato represivo centralizado y tomar el poder sin organización, y sin que sus sectores más conscientes y combativos constituyan una o varias vanguardias organizadas (llámense partidos o no). Estas son conclusiones comunes a la mayoría de las corrientes revolucionarias del movimiento obrero, desde el anarco sindicalismo hasta el bolchevismo, extraídas de la historia de las grandes revoluciones. Es abstracto e ilusorio negarlas; de lo que se trata es de descubrir las condiciones para evitar que la organización sustituya a la clase, y la dirección o aparato a la militancia. No existe para eso ninguna receta mágica, pero algunos principios generales son la condición necesaria para luchar contra esos peligros, que son tendencias estructurales inherentes (pero no incontrolables) a toda organización orientada hacia la acción, en el seno de una sociedad en la cual predomina la jerarquía, la cosificación y las desigualdades sociales. La premisa fundamental es la que hemos enunciado más arriba, al hablar de Marx: la única emancipación auténtica es la autoemancipación de los trabajadores. Lo que significa que la revolución la hará la clase en su conjunto, a través de sus organizaciones revolucionarias de masas, estructuradas desde la base, que se pueden llamar soviets, consejos obreros, comités de fábrica y de barrio, cordones industriales, sindicatos revolucionarios, ligas campesinas, milicias populares o lo que sea. Es normal, necesario y saludable que en el seno de esas organizaciones aparezcan corrientes, fracciones, grupos o partidos políticos con ideas distintas, que presenten al conjunto de los trabajadores. Sólo la más amplia libertad de opinión y organización y la más amplia democracia en el seno de esas estructuras de masas puede evitar la tendencia a su monopolización por una sola fuerza y su consecuente burocratización. En ese sentido fue lúcida y premonitoria la crítica que hizo Rosa Luxemburg a los bolcheviques por haber eliminado progresivamente a sus rivales políticos en el seno de los soviets.

Al mismo tiempo —y estos dos aspectos son inseparables— una organización de vanguardia que desea ganar para sus ideas, su programa y su praxis revolucionaria a las masas obreras y populares tiene no sólo que respetar la democracia de los consejos y comités, sino también que darles el ejemplo completo de la democracia a través de su funcionamiento interno. Comparto enteramente el punto de vista de que la ausencia de discusión, la represión de las divergencias o la prohibición de las tendencias en un partido obrero no pueden sino facilitar su burocratización. No hay duda de que los bolcheviques cometieron un trágico error al decidir en 1921 “suspender” las divergencias, es decir, abolir la democracia interna y abrir el camino al monolitismo burocrático. La burocratización socialdemócrata y estalinista de los grandes partidos obreros y la reproducción en pequeña escala de ese proceso en innumerables sectas y grupos de izquierda, ha generado entre amplios sectores de la ex militancia desilusionada, un escepticismo generalizado hacia “los partidos” en general, o hacia “la forma partido” en cuanto tal. Esta actitud escéptica o fatalista es comprensible, pero su único resultado concreto es que el campo de la lucha política queda abandonado en manos de formaciones de carácter burocrático.

Sin embargo, para aquellos que no rompan con el proyecto socialista de redención revolucionaria de la humanidad, no queda otro camino que remar contra la corriente y luchar por la construcción de una organización revolucionaria auténtica, es decir, de una comunidad internacional de combatientes que no se plantean sustituir al proletariado ni imponerle su dirección, sino influir y orientar su táctica, elevar su nivel de conciencia de clase y estimular en su seno las ideas (y la actividad) de autoorganización, democracia obrera, internacionalismo y revolución social. Una comunidad organizada de la manera más democrática, con la más amplia libertad de discusión —y al mismo tiempo la mayor unidad en la acción por los objetivos democráticamente decididos por su mayoría— y cuyo ejemplo sirva como polo de referencia crítica y alternativa creíble a los partidos burocratizados hasta ahora dominantes.

Esta organización puede y debe ser, hasta cierto punto por lo menos, una prefiguración de la sociedad emancipada del futuro. Hasta cierto punto solamente, porque (para citar un solo ejemplo) la utilización inevitable de la violencia en el combate revolucionario actual no corresponde al carácter pacífico de una futura humanidad comunista, sin Estados ni ejércitos. Sin embargo, es indispensable que en el seno de una organización de este tipo las relaciones entre los hombres —entre hombres y mujeres— tengan un carácter nuevo, inspirado por la solidaridad, la igualdad, el espíritu comunitario, el diálogo racional, la fraternidad: es indispensable igualmente, que ese carácter humanista–revolucionario se manifieste en el comportamiento de los militantes hacia los demás trabajadores, el pueblo, las masas, así como hacia las otras organizaciones del movimiento obrero. Es verdad que sería una ilusión creer que la comunidad de los revolucionarios pueda escapar enteramente a la herencia del pasado o al condicionamiento de la sociedad capitalista, que tiende a reproducir en su seno las jerarquías, la división entre teoría y práctica, la subordinación de la mujer, la burocracia. Pero es en la lucha contra esas tendencias que la organización se templa como vanguardia revolucionaria capaz de llenar su misión histórica de semillas del futuro socialista, como anticipación del hombre nuevo de la sociedad sin clases
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NOTAS:
1. Michael Löwy, La teoría de la revolución en el joven Marx, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.

Publicado originalmente en El Rodaballo. Revista de cultura y política. Año 1, Nº 1, noviembre 1994.

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