Una mirada no convencional al modelo económico de la globalización, la geopolítica, y las fallas del mercado
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jueves, 10 de septiembre de 2015
Grecia, desde Chile
Carlos Pérez Soto, cperezs.org
Lo ocurrido con el plebiscito griego y la posterior capitulación de su gobierno ante las presiones de la banca europea parece ser el más grave atentado contra el principio de representación democrática ocurrido en los últimos decenios. Al considerar estos eventos desde Chile, sin embargo, lo que se puede decir es que es, ciertamente, el atentado más visible pero, en ningún caso, el más grave. Es un poderoso indicio de una tendencia mucho más general, característica de la dimensión política del neoliberalismo: las “democracias” actuales no son realmente democráticas.
Los estándares mínimos de lo que puede llamarse “democracia” a principios del siglo XXI, conquistados tras largas luchas, y reconocidos incluso por los teóricos burgueses, exigen que un sistema democrático cuente con elecciones directas y proporcionales, que no haya poderes públicos que escapen o eludan la soberanía popular, que todos los actos del Estado puedan ser fiscalizados directamente a través de políticas efectivas de transparencia, que la ciudadanía sea consultada periódicamente sobre los asuntos de mayor relevancia a través de plebiscitos generales y vinculantes, que el mandato de las autoridades públicas puedan ser revocado por los electores a los que representan, que los ciudadanos puedan, contando con un porcentaje del censo electoral a su favor, obligar a consultas plebiscitarias u obligar al parlamento a discutir temas específicos.
Nada de esto ocurre, ni en Grecia, ni en Chile, ni en ningún país dominado por la economía neoliberal. Prácticamente todos los sistemas electorales actuales, que se precian orgullosamente de “democráticos”, son violenta e insultantemente no proporcionales, preservando siempre mecanismos contra mayoritarios que permiten a la derecha mantener un eficaz poder de veto sobre todas aquellas decisiones que les parezcan “populistas”. Los gastos militares están siempre más allá del control de los ciudadanos, y se establecen y negocian en general en secreto. Los bancos centrales gobiernan hasta los aspectos más increíbles de la vida absolutamente a espaldas de la soberanía popular. Los tratados de “libre” comercio y las garantías estatales para el capital y la banca transnacional se negocian en secreto, y se aprueban en los parlamentos prácticamente sin discusión. Las coaliciones gobernantes llegan al poder con porcentajes increíblemente bajos de apoyo real debido a las altas tasas de abstención electoral. Las leyes de transparencia imperantes carecen de toda eficacia real. Los representantes, de manera visible y grotesca, no representan a sus representados, y aprueban regularmente, toda clase de disposiciones legales que los perjudican de manera directa y flagrante. Los parlamentos aprueban leyes intencionalmente vagas, que solo son especificadas luego por decreto en ministerios y reparticiones públicas que ya no obedecen a presión electoral alguna. Las superintendencias estatales encargadas de fiscalizar los actos públicos, y las consultoras encargadas de hacer los informes que presentan mienten de manera regular, operando en un permanente acuerdo con los poderes privados que las financian de manera corrupta.
¿Qué más habría que agregar? ¿Por qué estas “democracias” se siguen llamando democracias? En la práctica no son sistemas destinados a representar realmente la voluntad popular, son sistemas destinados solo a administrar con retórica democrática los bienes públicos en completo beneficio de los intereses privados. Y la cuestión crucial es esta: el neoliberalismo ha resultado mucho más eficaz administrado con esta retórica democrática que implantado a la fuerza, con políticas de shock respaldadas por el poder militar. En Chile no son las leyes impuestas bajo la dictadura de Pinochet las que han desarrollado la completa mercantilización de la sociedad, de los derechos, de la acción del Estado: han sido las leyes generadas desde y durante los gobiernos de la Concertación que se hace llamar “democrática”. Y esta administración ha resultado mucho más eficaz cuando ha sido conducida por políticos que muestran un pasado de lucha contra la dictadura, que se presentan como políticos de socialdemócratas o de izquierda. Es un militante del mismo partido de Salvador Allende el que promovió y facilitó la desnacionalización del cobre chileno, fueron los gobiernos socialistas, orgullosos de su pasado de lucha contra la dictadura de los coroneles, los que precipitaron a Grecia al despeñadero de la deuda corrupta. Y lo mismo se repite en la España de Felipe González, en Brasil con Cardoso, Lula y Rousseff. Lo que han hecho no es recurrir a una política de shock respaldándola en el golpe militar, la represión violenta y el crimen. Lo que han hecho es distorsionar de manera profunda, hasta hacerla irreconocible, el carácter y el ejercicio de la gestión democrática.
Es necesario, sin embargo, considerar cuál es el asunto realmente de fondo. No podemos analizar estos procesos moralizando, ordenándolos como series de esperanzas y traiciones, o buscando a sus responsables personales, como si los procesos históricos dependieran de las características éticas de quienes los llevan a cabo. No niego la importancia de la ética, ni en la acción individual, ni en la política, ni en la historia. Lo que sostengo es que primero hay que comprender lo que ocurre, y solo a partir de eso repartir las condenas que correspondan, en la medida que correspondan.
Esto es importante porque, más allá de si hubo una traición flagrante a la voluntad del pueblo griego, el asunto parece ser que un sector importante del gobierno de Tsipras, aun con el respaldo popular recién obtenido, evaluó que el riesgo de desafiar completamente a la banca era demasiado alto. ¿Qué era lo que podía pasar? ¿Qué clase de cosas más terribles le pueden pasar a un pueblo que ya ha sido violentamente saqueado? Y, sobre todo, ¿por qué razón podían pasar tales cosas?
Considerando lo que ocurre en Venezuela, lo que ocurrió en Chile en la época de Salvador Allende, o en la Nicaragua sandinista, creo que los sectores moderados del gobierno griego actual temieron una aguda escalada de escasez de bienes de consumo inmediato, de alimentos, de insumos para las pocas actividades económicas que quedan en pie. Temieron una violenta escalada de los precios de la energía usada por los hogares, del agua potable, de las comunicaciones. Asumieron que no estaban en condiciones de afrontar un bloqueo económico por parte de la eurozona de la que dependen hasta para las cuestiones más elementales de la vida cotidiana.
La cuestión crucial ante este temor no es si está justificado o no. El problema real es por qué Grecia, como podría estarlo también Chile, tiene que estar sometida a ese temor. El problema es por qué también España, Irlanda, Portugal, de manera inmediata, y también Italia e incluso Francia, en el corto plazo, tienen que estar sometidas al mismo cálculo, y al temor por las consecuencias sociales y políticas que semejante bloqueo acarrearía. Sostengo que hay que asumir una respuesta muy de fondo: el problema es la gravísima desindustrialización que ha sufrido toda Europa.
Grecia carece del aparato productivo necesario como para afrontar un bloqueo económico que afecte a los bienes físicos. No podría afrontar un bloqueo financiero, en el orden de la economía especulativa, ficticia, porque acarrearía directamente, de inmediato, de manera intencional y dirigida, un bloqueo de su economía real. Sobre todo de la que afecta directamente a las personas. Ningún país arrastrado a la mercantilización neoliberal, sometido a la dictadura “democrática” de sus autoridades económicas, podría hoy, sin una enorme voluntad política, afrontar una debacle como esa.
El fenómeno global que precipita la depredación financiera de unos países de Europa sobre otros, fuera y dentro de su misma zona, es el cambio de eje de la economía capitalista real desde Estados Unidos y Europa hacia China e India y, de manera subordinada, hacia Brasil, Sudáfrica, México y Rusia. No puede haber hegemonía capitalista real si se ha perdido la base productiva que la sostiene. Es simplemente una ilusión, torpe y demagógica, creer que Estados Unidos y Europa pueden mantener su hegemonía, su poder, sobre la base de la especulación financiera, o sobre la ilusión de que mantienen la supremacía en el avance tecnológico o en la producción de los insumos productivos tecnológicamente más sofisticados. Sin economía real, masiva, poderosa, cubriendo toda la gama de la producción, simplemente no hay poder capitalista.
Europa ha ocultado la debilidad estratégica a la que la han llevado sus propios capitalistas en sucesivas burbujas financieras, en la producción de armas justamente para armar a los que luego serán sus enemigos. Ahora es el tiempo en que esas burbujas conducen a su vuelta más dramática, la depredación de unos países europeos sobre otros, que no es sino el enmascaramiento del derrumbe progresivo de toda la economía de Europa. Hoy es Alemania y Francia contra Grecia, España, Irlanda, Portugal. Mañana tocará el turno de Italia, Holanda, Inglaterra y la misma Francia. No está muy lejano el tiempo en que la propia Alemania tenga que caer ante la voracidad de China y la India. Este es un tiempo trágico, definitivo, para los últimos destellos de la centenaria vanidad europea. Esa vanidad que ha arrasado el mundo durante cientos de años, y que los alemanes han sabido siempre representar tan bien.
Mucho más acá de las estimaciones de alcance histórico, sin embargo, es importante elaborar respuestas, lo más concretas posibles, para los agudos momentos que ahora viven, y seguirán viviendo, los pueblos europeos. Mirando desde América Latina el carácter de estos eventos, no podemos sino asumir que esos son también, justamente, los problemas de nuestros propios pueblos.
Sostengo que una perspectiva radicalmente democrática y a la vez radicalmente de izquierda exige al menos las siguientes medidas. La primera, y más urgente, es una declaración formal de los gobiernos y los pueblos ante la comunidad internacional en el sentido de declarar nulas las deudas y compromisos de garantías para deudas contraídas por gobiernos corruptos. No es difícil en Grecia mostrar los indignantes niveles de corrupción estatal que llevaron a la situación actual. Se deben hacer juicios públicos para exponer toda corrupción. No para escarmentar, para instaurar una justicia popular, o para dictar condenas ejemplares, sino para avalar ante la opinión pública y los organismos internacionales, respaldada por un plebiscito vinculante, esta decisión soberana. Esto ya se hizo en Islandia. Habría que replicarlo una y otra vez. La fuerza de estos pronunciamientos depende de la cantidad de países que logren llevarlos adelante, y del respaldo plebiscitario con que logren respaldarlos.
En el caso de la situación actual de Grecia, en el orden de declarar nulas las transacciones hechas por gobiernos corruptos, una medida que sería realmente notable es que los griegos avancen sobre Europa con los sofisticados tanques, barcos, misiles, y aviones que adquirieron… y los devuelvan.
Una segunda medida es el anuncio, también ante la opinión pública y todas las instancias internacionales, en torno a que los Estados no respaldarán de aquí en adelante, bajo ninguna forma o mecanismo, las deudas contraídas por bancos o empresas privadas en el extranjero. Si esto afecta a las renegociaciones privadas de deudas ya contraídas, los Estados deberían capitalizar todo el respaldo que hayan dado a esas negociaciones, es decir, nacionalizar los bancos que hayan usado el aval de la economía de todo un pueblo para sostener sus irresponsabilidades.
Pero esas medidas solo lograrían detener la crisis ya en marcha, no revertirla. Para que los pueblos sometidos a la voracidad del capital financiero vuelvan a tener la esperanza de una alternativa real, es necesario que inviertan de manera radical y acelerada, en autonomía alimentaria, autonomía energética y en la reconstrucción de la industria ligera de bienes de consumo inmediato (vestuario, vivienda, transporte). Es necesaria una política de reindustrialización de baja intensidad, destinada a paliar los efectos más inmediatos del bloqueo económico posible.
Desde luego, para que esto sea sostenible, es necesario nacionalizar todos los recursos naturales que tengan un posible impacto estratégico en la economía nacional, y dictar leyes que obliguen al usufructo social de los bienes que resulten de ellos. Estos recursos pueden ser la base para la negociación con el orden económico mundial en cuanto a adquirir los insumos básicos para las políticas de autonomía y reindustrialización.
Por supuesto, en el mediano plazo, esto no es suficiente. Un programa democrático, radical, de izquierda, debería reforzar de manera prioritaria el gasto en salud, educación y pensiones, a través de sistemas estatales de administración descentralizada, que cubran el cien por ciento de la demanda.
Podemos moralizar sobre traiciones, o dramatizar sobre desilusiones y desengaños. Tenemos derecho a hacerlo, así como tenemos derecho a expresar nuestra indignación. Para abordar la crisis de manera inmediata y, sobre todo, para pensar una perspectiva estratégica, sin embargo, las peleas de la izquierda con la izquierda no son demasiado útiles. Las izquierdas siempre deben dialogar entre sí, la pelea real es con la derecha. Los militantes de izquierda que no nos acompañaron hoy en una pelea seguramente nos apoyarán en las siguientes. Nuestros posibles aliados nunca deben ser tratados como si fueran enemigos. Lo que necesitamos no es una línea correcta y una organización única y disciplinada. Ante un poder que domina administrando la diversidad es preferible, y necesario, oponerse en red. No una línea y un partido, una red de muchas izquierdas diversas convocadas por un espíritu común. Necesitamos pensar a la vez en términos doctrinarios y programáticos. Ese espíritu común es nuestro universo doctrinario. Debemos ser capaces de pensarlo de manera concreta como programa. Programa, programa, programa. Las consignas son útiles para mover, pero no para construir.
Lo que queremos no es ni idealista ni utópico. Por primera vez en la historia humana tenemos a la mano muchas más soluciones que problemas. El asunto, para la gran izquierda, compuesta de muchas izquierdas es ser lo más concretos posibles en las dos tareas básicas que siempre nos han caracterizado: sumar y empujar.
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Carlos Pérez Soto
Desde el invierno de Santiago de Chile, para los tristes días de invierno que vive hoy el pueblo griego.
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