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jueves, 26 de febrero de 2015

La paradoja de los precios

Robert Skidelsky, Project Syndicate

En 1923, John Maynard Keynes se refirió a una cuestión económica fundamental, que todavía es válida, con las siguientes palabras: “(…) la inflación es injusta y la deflación es inconveniente. De ambas, tal vez la deflación sea (…) lo peor; porque es peor (…) generar desempleo que frustrar las esperanzas del rentista. Pero ambos males no son necesariamente equiparables”.

La lógica del argumento parece irrefutable. Como muchos contratos son “inflexibles” (es decir, no son fáciles de revisar) en términos monetarios, tanto la inflación como la deflación producen daño en la economía. El aumento de precios reduce el valor de ahorros y pensiones, mientras que la caída de precios reduce las expectativas de ganancias, alienta el ahorro desmedido y aumenta el peso real de las deudas.

La frase de Keynes se ha convertido en un mandamiento de política monetaria (uno de sus pocos consejos que perduró). La tesis comúnmente aceptada es que los gobiernos deben buscar la estabilidad de precios con un ligero sesgo inflacionario para estimular los “espíritus animales” [expectativas económicas] de empresarios y consumidores.

En los diez años que precedieron a la crisis financiera de 2008, los bancos centrales independientes fijaron una meta de inflación de alrededor del 2%, a fin de dar a las economías un “ancla” para la estabilidad de precios. Nadie debía esperar una desviación respecto de la meta, a menos que fuera temporal. Se eliminaría de los cálculos empresariales la incertidumbre respecto de la trayectoria futura de los precios.

Desde 2008, la Junta de la Reserva Federal y el Banco Central Europeo no pudieron cumplir la meta del 2% de inflación en ningún año; el Banco de Inglaterra sólo lo logró en uno de siete. Además, en 2015 se prevé una caída de precios en Estados Unidos, la eurozona y el Reino Unido. ¿Qué queda del ancla inflacionaria? ¿Y qué supone la caída de precios para la recuperación económica?

Lo primero que debe tenerse en cuenta es que el “ancla” siempre fue tan insegura como la teoría monetaria en la que se basaba. El nivel de precios en un momento cualquiera depende de muchos factores, de los que la política monetaria tal vez sea el menos importante. En la actualidad, es probable que el derrumbe de precios del crudo sea el principal factor que impide alcanzar la meta de inflación, así como en 2011 su encarecimiento tuvo el efecto contrario.

Como señaló el economista británico Roger Bootle en su libro de 1996 La muerte de la inflación, el efecto abaratador de la globalización influyó mucho más sobre el nivel de precios que las políticas antiinflacionarias de los bancos centrales. De hecho, la experiencia poscrisis con la flexibilización cuantitativa evidencia la relativa incapacidad de la política monetaria para compensar la tendencia deflacionaria global. De 2009 a 2011, el Banco de Inglaterra inyectó 375.000 millones de libras (578.000 millones de dólares) en la economía británica, para “volver a la meta de inflación”. En un lapso algo mayor, la Reserva Federal inyectó tres billones de dólares. Como mucho, esta enorme expansión monetaria sólo produjo un “pico” inflacionario temporal.

Como dice el dicho: “Uno puede llevar el caballo al agua, pero no obligarlo a beber”. No se puede forzar a la gente a gastar dinero si tiene buenos motivos para no hacerlo. Es improbable que las empresas inviertan en un contexto de negocios incierto y que las familias se pongan a consumir cuando están enterradas en deudas. Es una verdad que el BCE descubrirá muy pronto con su propio programa de expansión monetaria por un billón de euros con el que busca estimular la estancada economía de la eurozona.

¿Qué pasará con la recuperación si caemos en lo que a modo de eufemismo algunos llaman “inflación negativa”? La opinión comúnmente aceptada indica que el efecto sobre la producción y el empleo ha de ser perjudicial. Keynes lo explicó en 1923: “el hecho de la caída de precios perjudica a los empresarios; en consecuencia, el temor a la caída de precios los lleva a protegerse limitando sus operaciones”.

Pero a muchos analistas no les preocupa una reducción de precios, ya que distinguen entre “desinflación benéfica” y “deflación dañina”. Lo primero supone aumento del ingreso real para prestamistas, pensionados y trabajadores, además de abaratamiento de la energía para la industria. Todos los sectores de la economía gastarán más y eso impulsará la producción y el empleo (al tiempo que sostendrá el nivel de precios).

En cambio, la “deflación dañina” supone un aumento de las deudas en términos reales. Los deudores están obligados por contrato a pagar cada año una suma fija en concepto de interés. Si el dinero se revaloriza (al caer los precios), el interés que pagan les cuesta más (medido por los bienes y servicios que podrían comprar con ese dinero) que si los precios se hubieran mantenido. (En el otro sentido, el caso inflacionario, los intereses les costarán menos.) De modo que la deflación de precios implica inflación de deudas; y a mayor endeudamiento, menos gasto. Con las enormes deudas que aún tienen los sectores público y privado, la deflación dañina sería, como señala Bootle, “una pesadilla indescriptible”.

¿Cómo evitar que la desinflación benéfica se convierta en deflación dañina? Los apóstoles de la expansión monetaria creen que basta con acelerar la máquina de imprimir billetes. Pero si no funcionó estos últimos años, ¿por qué va a hacerlo en el futuro?

Para evitar la deflación (y así sostener la recuperación económica) parece necesaria una de dos condiciones: un veloz retroceso del abaratamiento de la energía o una política deliberada tendiente a elevar la producción y el empleo por medio de la inversión pública (algo que, paralelamente, produciría un aumento de precios). Pero esto obligaría a abandonar el objetivo prioritario de reducir el déficit.

Lo primero es una eventualidad impredecible; lo segundo, ningún gobierno está dispuesto a hacerlo. Así que lo más probable es que sigamos viendo más de lo mismo: una economía semiestancada por tiempo indeterminado.

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