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domingo, 19 de octubre de 2014

Recuerdo de Eric Hobsbawm


Muerto hace ahora dos años, el insigne historiador Eric Hobsbawm fue tutor en el Cambridge de los años 50 del gran ensayista escocés, Neal Ascherson, al que consideró siempre “acaso el estudiante más brillante que he tenido. La verdad es que no le enseñé gran cosa. Sólo tuve que dejarle que trabajara”. En este artículo publicado meses después de la muerte de Hobsbawm, Ascherson evoca las circunstancias tan singulares en las que ambos trabaron conocimiento.

Neal Ascherson, Sin Permiso

El mayor favor que me hizo Eric Hobsbawm en 60 años de amistad tuvo lugar en los primeros momentos de nuestro encuentro inicial. Para lo que suelen ser estos encuentros, fue inusual para ambos. Yo me comporté con un tono de ebrio melodrama e hipócrita autocompasión en los que no he vuelto a recaer desde entonces. A cambio, Eric, normalmente tan bondadoso e imperturbable, me lanzó un relámpago de ferocidad política que no he vuelto a encontrar de nuevo en su conversación conmigo o con ninguna otra persona.

Yo acababa de llegar al King's College de Cambridge sólo unas semanas antes. Como muchos estudiantes de la época, venía directamente de las fuerzas armadas, en mi caso de servir con los Royal Marines en una pequeña guerra bautizada con inquietud como "la emergencia malaya". ¿Qué se suponía que podía hacer con esa experiencia? Los hombres con los que había compartido peligros en la jungla merecían toda mi lealtad y afecto; yo pensaba que Alejandro de Macedonia había llevado a hombres así desde el mundo conocido hasta Asia. Y sin embargo, cada mes que pasaba en Malasia me confirmaba que estábamos defendiendo un imperio de injusticia.

Las guerrillas comunistas ("bandidos" para las autoridades coloniales) extraían su fuerza de la ingente clase trabajadora china que trabajaba duramente en las minas de estaño y plantaciones de caucho propiedad de europeos. Aunque muchos de ellos llevaban generaciones enteras en el país, no tenían derechos de ciudadanía ni acceso a la educación pública, mientras que la promesa de independencia para Malasia – cínicamente anunciada para alentar la resistencia contra la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial – había quedado aparcada tras el retorno de la paz. ¿Sería que estaba yo en el bando equivocado? Y si yo podía albergar semejante pensamiento sin hacer nada al respecto, ¿en qué me convertía eso?

Iban a celebrar una fiesta en el salón. Parecía que algunos se habían vestido para la ocasión o llevaban afectadas túnicas y togas diseñadas por ellos mismos. Inseguro y a la defensiva en esos primeros días en Cambridge, decidí – hoscamente – lucir mi medalla, una miniatura del servicio general naval con el broche de "Malasia". Todos bebimos demasiado vino tinto. Luego, los estudiantes se dirigieron a las habitaciones de sus profesores preferidos. "¿Por qué no te vienes donde Eric? Justo al otro lado del patio, en el edificio Gibbs".

Yo era estudiante de Historia, de manera que ya sabía que Eric Hobsbawm se dedicaba a la historia económica y que era un hombre brillante y comunista. Unos pocos meses antes, yo había estado matando comunistas y ellos habían tratado de hacer lo propio conmigo. ¿Tenía eso algún sentido en el King's College de Cambridge?

Subí dando tumbos por una obscura escalera de madera hasta una habitación llena de jóvenes risueños y de parloteo (por lo que vi, no había mujeres) y me sirvieron más vino. Inmediatamente se me acercó un hombre esbelto con gafas y pelo claro, con unos cuantos estudiantes detrás de él. Reconocí vagamente a uno de ellos, un norteamericano, pero desconocía su nombre.

Eric me inspeccionó. Todo un espécimen, desde luego.

-"¿Qué medalla es esa que lleva usted puesta?"

-"Es la medalla de campaña de mi servicio militar. Por servicio activo en la emergencia malasia".

Eric se echó hacia atrás y me echó otro vistazo. Dijo entonces, bruscamente, pero sin violencia: "¿Malasia? Debería avergonzarse de llevar eso puesto".

Creo que no dije nada en absoluto. Recuerdo haberme fijado en los estudiantes que nos rodeaban, con los ojos desorbitados de asombro. Luego salí de la habitación, dando tumbos por la negrura de las escaleras, y salí al inmenso patio en el que estaba empezando a llover.

Estuve un rato dando vueltas al patio en la obscuridad, derramando lágrimas rabiosas. Estaba bebido y cada vez más empapado, pero después de un rato, busqué la miniatura de la medalla, me la quité y la deslicé en el bolsillo de mi chaqueta. Nunca volví a lucirla.

Eric se convirtió enseguida en mi supervisor, y poco a poco en amigo mío. Con losGauloises y el whisky llegó la confianza; alguna gente de las que lo saben todo es además deshonesta, pero Eric nunca fingía. Decía exactamente lo que pensaba, con una seriedad que no se veía ensombrecida por lo detallado de sus conocimientos. Sus juicios eran con frecuencia severos, pero nunca desagradables. Nunca mencionamos nuestro primer encuentro ni la medalla.

Muchos años después, conocí a Daniel Ellsberg (responsable de la filtración de los Papeles del Pentágono en 1971) y descubrí que había estado en el King's mucho tiempo atrás. Hablamos de Eric y dijo Daniel: "Pero también podía ser cruel. Una vez le vi decirle a un joven veterano que acababa de volver de Malasia que debería avergonzarse de lucir su medalla. El chico quedó conmocionado".

Entonces me acordé del estudiante norteamericano que había en la sala. Y dije: "Ese chico era yo. ¿Conmocionado? Ya estaba avergonzado de llevar esa medalla y por eso la tenía puesta. Me hacía falta que alguien me dijera que estaba avergonzado para poder así afrontar mi pasado e intentar en serio conciliar sus contradicciones. Eric Hobsbawm me enseñó muchas cosas buenas, pero ninguna mejor que esa".
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Ver en este blog: Entrevista Eric Hobsbawm

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