Páginas

martes, 8 de julio de 2014

El trasfondo político del enfrentamiento entre sunnitas y chiitas

Tino Brugos, Viento Sur

La proclamación del Califato de Levante, en territorios de los actuales estados de Siria e Irak ha servido para volver a poner en circulación un término político que hace referencia al sistema de gobierno del que se dotó el Imperio Árabe tras la muerte de Mahoma. Se trataba de un modelo en el que se concentraban poderes políticos y religiosos en manos del líder. Hubo una primera fase en la que los califas eran elegidos entre los miembros del grupo. Era el período inicial del Islam en el que el componente igualitario permitiría hablar de un sistema “republicano” en el que se elegía como dirigente al guerrero más hábil y piadoso al mismo tiempo. Era la época de los hombres puros (salaf en árabe, de donde procede el término salafista). En este periodo se fue fraguando la escisión entre sunnitas y chiitas, pero aún así ambas corrientes reconocen como legítimos a estos primeros califas.

Con posterioridad se proclamó el Califato de Damasco convertido ya en hereditario por la familia Omeya y el de Bagdad por los Abasidas. Dentro de las primeras disidencias en el mundo islámico surgieron califatos rivales como el de Córdoba o el Fatimita en Egipto, de tendencia chiita. En cualquier caso, el Califato más prolongado en el tiempo fue el del Imperio Otomano, que se prolongó hasta el siglo XX; el sultán utilizó entre otros títulos el de Califa, lo que le permitía dirigirse a todos los musulmanes del mundo, la Umma, con diversos mensajes. Así, durante la I Guerra Mundial, con la entrada de Turquía en la misma, el sultán hizo un llamamiento a la yihad que tuvo importante repercusión en Asia central.

El Califato en la época reciente

Con el final del Imperio Otomano y, por lo tanto del califato, el término cayó en desuso. Esto no impidió el surgimiento de algún califato marginal como el de Sokoto, en el norte de Nigeria a finales del siglo XIX, que creó una tradición de la que se alimenta hoy el grupo yihadista Boko Haram. Más significativo fue el uso que se dio al término en la India británica, donde surgió un movimiento fundamentalista (Khilafat) que buscaba la creación de un estado islámico soberano frente al colonialismo inglés, que acabó con un éxodo masivo de sus componentes a Afganistán, estado independiente con un dirigente musulmán.

En la actualidad, el partido Hizb al Tahrir (Partido de la Liberación Islámica), fundado en la década de los cincuenta en Palestina, cuenta hoy con una significativa presencia en Asia central y en el Reino Unido. Se trata de un grupo fundamentalista sui géneris que tiene como objetivo la creación de un califato universal. Mantiene una posición ambigua en lo que respecta a la necesidad de la yihad como medio para alcanzar tal objetivo. El no reconocimiento de cualquier ley que no proceda de un mandatario islámico hace que el partido se mantenga en la clandestinidad y su militancia se encuentra en el punto de mira de los servicios de seguridad en diversos países del mundo.

La consolidación del fundamentalismo como corriente política ha permitido elaborar diversas propuestas que tienen como objetivo común la expansión del Islam y la imposición de un gobierno islámico basado en la ley islámica o sharia. De todas estas corrientes la dirigida por Ben Laden, conocida como Al Qaeda, es sin duda la más conocida dentro de la tendencia yihadista que actúa utilizando la violencia para alcanzar sus objetivos. En todos estos casos, fieles a la tradición islámica, los dirigentes han utilizado el título de emir a la hora de referirse a sus líderes. El título de emir hace referencia al gobierno establecido en un territorio que ha sido conquista para el islam y lo habitual es que el conquistador se convirtiera en Emir. En esta línea, las delegaciones de Al Qaeda han utilizado el título de emirato (Emirato Islámico de Afganistán, en la época Talibán o Emirato del Cáucaso para referirse a los yihadistas de Dagestán)

El Califato de Levante

Hasta ahora nadie de Al Qaeda había traspasado la línea del emirato, ni siquiera la propia dirección de Ben Laden o la actual de Al Zawahiri, dejando el título de Califa para una fase posterior de la Yihad. Sin embargo, al Bagdadi, dirigente de del grupo ISIL, en ruptura con las indicaciones de Ayman al Zawahiri ha dado un paso más en su radicalización con la proclamación del Califato Islámico de Levante, con capital en Mosul, la segunda ciudad más importante de Irak.

Se podría creer que, con esta decisión, el ISIL (Estado Islámico de Irak y Levante) busca una nueva legitimidad para su dirigente Abu Bakr al Bagdadi dentro de la galaxia islamista. Rota la legitimidad procedente de ser reconocido como la sección oficial de Al Qaeda, el ISIL se encuentra abocado a buscar nuevas vías que le permitan dirigirse a la comunidad islámica y, en este sentido, la proclamación del Califato, tiene un componente político y propagandístico fundamental.

Se ha especulado mucho sobre el origen de este Califato y las fuerzas reales con las que puede contar. Manuel Martorell ha explicado que se trata de una alianza, que califica de contra natura, entre el ISIL y antiguos miembros del Baas dirigidos por Ibrahim al Duri agrupados en torno a los valores de la cofradía sufí Naqsbadiya. Si esto es así, la alianza puede tener una corta vida, ya que la interpretación rigorista del islam wahabita de la que se alimentan tanto Al Qaeda como el ISIL entra en conflicto directo con los valores heredados del Baas, laicismo y socialismo árabe en su primera fase o islamismo sufí en el último periodo. En todo caso, parece evidente la existencia de algún tipo de alianza o apoyo tácito, porque en caso contrario es difícil entender cómo se ha producido el avance fulgurante del ISIL en Irak, así como la toma de amplias regiones incluyendo ciudades como Mosul, con más de seiscientos mil habitantes.

Habría que señalar que este tipo de acuerdo cuenta con algún antecedente en Afganistán, donde sectores influyentes del antiguo partido oficial (PDPA) en su facción Khalk (Pueblo) terminaron uniéndose a las filas de los Taliban, en lo que se denominó como Señores de la Guerra sin tribu, para diferenciarlos de los dirigentes surgidos de las filas tribales.

La proclamación del Califato de Levante tiene también otras connotaciones. Una de ellas, muy significativa, es el hecho del no reconocimiento de las fronteras surgidas con la colonización. Si echamos la vista cien años atrás, se ve que el mapa de Oriente Medio no tenía ninguna frontera más allá de la marcada entre Egipto, protectorado británico, y el Imperio Otomano. Solo en el desierto de Arabia se mantenía un emirato beduino, con base en Riad, dirigido por los Saud que se basaba en una extraña alianza con los guerreros wahabitas, una secta rigorista del Islam fundada a finales del siglo XVIII. El resto del territorio estaba en manos del Imperio Turco. Se trataba de la región de Levante, denominación utilizada desde la época medieval para referirse a la región.

Los islamistas se presentan como miembros de la Umma, la comunidad islámica mundial, y no reconocen la existencia de fronteras interiores. Este hecho explica la fluidez de ideas y de combatientes voluntarios de una región a otra en las que actúan los grupos yihadistas. La denominación de Levante permite al ISIL seguir su lucha en Siria, ahora claramente en un segundo plano (aunque conviene recordar que la celebración de la proclamación del Califato ha sido efectuada en Rakka, Siria), y en Irak, al tiempo que se sientan las bases para una posible intervención en otras áreas como Líbano o Jordania.

Partiendo del hecho de que buena parte de los acontecimientos actuales hay que buscarlos en las consecuencias de la invasión norteamericana de Irak, conviene repasar también cuáles pueden ser los factores políticos de larga duración presentes en la región para intentar ver cómo interactúan y se reconvierten en la nueva situación. Uno de ellos es el enfrentamiento entre chiitas y sunnitas, que cuenta con un largo recorrido histórico. En los discursos oficiales tanto de los gobernantes como de los grupos yihadistas la dialéctica del enfrentamiento con los chiitas está presente y juega un papel importante. Esta cuestión, utilizada como elemento catalizador para movilizar a la población, esconde por debajo objetivos políticos concretos.

El síndrome chiita

Ya desde el año 2003, con la desaparición de Saddam Hussein, surgieron voces autorizadas, como la del rey Abdalá de Jordania, que manifestaban su preocupación ante la posibilidad de que se diera un ascenso del poderío chiita en la región, al quedar liberada la mayoría demográfica chiita iraquí del dominio que sobre ella ejercía el régimen autoritario del Baas. Algunos analistas han hablado de una media luna chiita que se extendería desde el Golfo Pérsico/Arábigo hasta el Mediterráneo rodeando por el norte al mundo árabe. Esta interpretación geopolítica corresponde a los intereses de los gobiernos árabes de la zona, de tradición sunnita, pero presenta dos incongruencias. Por un lado, identifica el término chiita con Irán, lo cual le permite señalar el peligro de un posible expansionismo de la Revolución Islámica iraní, que funciona como un fantasma para los intereses occidentales en la región. En segundo lugar oculta que bajo el concepto chiita existe una realidad árabe, ya que existen poblaciones árabes chiitas importantes (Costa oriental de Arabia, Al Hassa; Líbano; Siria; por no hablar de Turquía donde los alevíes quedarían dentro del mundo chiita, pero no árabe) De este modo los estados árabes moderados intentan presentarse ante occidente como los defensores de sus intereses simplificando el enfrentamiento a una ecuación binaria, árabes sunnitas contra persas chiitas. De este modo no hay árabes chiitas y mucho menos estados árabes con esa orientación. Dicho de otro modo, los gobernantes sunnitas aspiran a monopolizar el poder en los estados árabes sin tener en cuenta los deseos de la población. Esto justifica las dificultades para que Irak pueda estabilizarse tras la caída de Saddam: el gobierno de Al Maliki ha venido desarrollando una política comunitaria que excluye a la población sunnita, pero esta actitud alimenta la insurgencia sunnita, con múltiples apoyos externos, que no renuncia a que Irak sea parte del bloque árabe-sunnita.

EL final de la Guerra Fría supuso, en el mundo árabe, la desaparición de gobiernos y corrientes políticas comprometidas con la transformación social y con modelos laicos de estado. En todos los países se viene asistiendo en las últimas décadas a un continuado ascenso de las corrientes fundamentalistas en sus diversas tendencias. El vacío creado por este cambio intenta ser colmado por los grupos islamistas. Así, cuando se produjo el derrocamiento de Saddam Hussein se inició una carrera entre Arabia e Irán por quién de las dos potencias regionales podía hacerse con la hegemonía en Irak.

Muy pronto ambos estados instrumentalizaron la identidad religiosa para afianzar sus posiciones, estimulando de ese modo el enfrentamiento sectario que, periódicamente, viene haciéndose presente en Irak, causando miles de víctimas cada mes.

Arabia vs Irán

Tanto Arabia como Irán, defienden modelos contrapuestos, Desde que en 1979 se impusiera la Revolución Islámica de Jomeini, una de las preocupaciones principales del régimen saudí ha sido la de frenar el avance político de la corriente chiita tras la que ve siempre la mano negra de Teherán. Esto se ha concretado con el fomento de una guerra de tipo sectario en Pakistán a partir de los sectores más intransigentes, empeñados en acabar con los chiitas. Cualquier movimiento de carácter político reivindicativo donde estuvieran presentes los chiitas, se ha ido encontrando, en frente, con el integrismo salafista de inspiración saudí. Vale esta afirmación para el enfrentamiento entre los hazara y los Talibanes en Afganistán ,que acabó con la destrucción de los budas de Bamiyán; o las revueltas periódicas que se vienen produciendo en Bahrein desde la década de los ochenta que, al estar protagonizadas por una población mayoritariamente chiita, han contado con la hostilidad del régimen saudí. Del mismo modo, la revuelta hutista de Yemen, protagonizada por los zaydíes, una rama del chiismo, ha sido presentada como un movimiento dirigido en la sombra por Teherán. En un intento por mantener la primacía religiosa frente a la Revolución Islámica, el rey de Arabia pasó a utilizar el título de Guardián y Servidor de los Santos Lugares.

Lo que subyace detrás de este enfrentamiento entre Sunnitas y chiitas es una lucha por ver cuál de los regímenes políticos puede tener mayor apoyo y legitimidad dentro del mundo islámico. El reino árabe de los Saud se mantiene gracias a una sólida alianza con la corriente wahabita. Desde sus orígenes, esta corriente fundamentalista elaboró un discurso radicalizado en contra de los chiitas, a quienes acusa de politeístas ofreciendo como alternativa la conversión a la versión sunnita o el exterminio.

Este discurso político se ha hecho realidad en algunas ocasiones. Una de ellas fue cuando en el siglo XIX las tropas sauditas dirigidas por la Hermandad de Guerreros (Ikhwam) tomaron la ciudad sagrada de La Meca; antes de ser expulsados por las tropas egipcias, saquearon la ciudad con el objetivo de purificarla. En 1802 tomaron al asalto la ciudad de Kerbala, lugar sagrado para los chiitas, cometiendo una auténtica masacre entre la población antes de abandonar la ciudad. Al final del siglo XIX un príncipe saudí refugiado en Kuwait logró anudar una alianza con el representante británico para el suministro de armas. A partir de entonces la presión wahabita se incrementó aprovechando la debilidad coyuntural del Imperio Otomano al que arrebataron la costa oriental de Arabia (Al Hasa) poblada mayoritariamente por árabes chiitas. Si bien las propuestas más radicales de la Hermandad no fueron tenidas en cuenta, el rey tuvo que justificar su defensa del islam ortodoxo organizando un gobierno en la zona que excluía totalmente a los chiitas de cualquier cargo político, así como la práctica de sus creencias y rituales religiosos en las calles. Como los Ikhwan entendían que se trataba de una política blanda acabaron organizando una conspiración contra el rey, viéndose éste obligado a aplastar al grupo de guerreros para garantizar el mantenimiento de su poder político.

La conquista de las ciudades sagradas de La Meca y Medina tras la Primera Guerra Mundial, permitió otra oleada de actuaciones sectarias como el cierre del cementerio de al Baqi donde según la tradición chiita están los cuerpos de Fátima, la hija del Profeta, así como de tres de sus imanes de la primera época. El objetivo era acabar con las visitas de los peregrinos chiitas, así como con sus rituales religiosos, calificados de politeístas. Pese a que la población de La Meca no se identificaba con el extremismo wahabita, el nuevo reino impuso esa teoría como doctrina oficial del estado.

Aunque en el mundo árabe las alianzas han sido siempre inestables y sometidas a rápidas y sorprendentes inversiones, el reino de los Saud se ha caracterizado por una extraña solidez. Si al comienzo fueron los británicos quienes ayudaron a los Ikhwan, ofreciéndoles armas y consolidando de este modo su posición de poder, tras la II Guerra Mundial fueron los Estados Unidos (USA) quienes contribuyeron de manera decisiva a la consolidación del reino de Arabia Saudí. El descubrimiento de yacimientos de petróleo en la región oriental llevó a los norteamericanos a firmar un acuerdo conjunto de cooperación que se ha mantenido hasta hoy: apoyo político a los Saud a cambio de bases militares y abastecimiento de petróleo. De este modo el reino de Arabia logró sortear la segunda mitad del siglo XX sin verse sometida a las convulsiones políticas de los estados vecinos.

Pero el estallido de la Revolución Islámica en Irán en 1979 vino a alterar la situación. La monarquía saudí tenía que hacer frente a la competencia que supone un régimen basado en el Islam predispuesto a disputar la hegemonía ideológica y política. El hecho de que la población chiita ocupara los escalones más bajos de la sociedad otorgó un componente social al enfrentamiento. Surgieron así múltiples organizaciones, desde Líbano (Amal o Esperanza hasta Hezbollah, el Partido de Dios) hasta Afganistán (Hezbi Wahdat, representando a los marginados hazaras), pasando por Irak, la costa oriental de Arabia o Pakistán

La revolución chiita tenía un componente social y militante enfrentado directamente a Occidente (por su apoyo al Shah de Irán, la ocupación de Palestina, etc), lo que hizo que fuera percibida como el rostro más peligroso del Islam; también se iban desarrollando los grupos militantes sunnitas, pero con nivel mayor de tolerancia, tanto de los regímenes árabes como de Occidente. Recuérdese que Ben Laden, en esta época, estaba en Afganistán combatiendo a los soviéticos, con ayuda occidental.

La invasión de Kuwait y la primera Guerra del Golfo hicieron que el integrismo sunnita pasara a ocupar un nivel protagonista, que ha seguido manteniéndose hasta la actualidad. La desaparición de Saddam tras la segunda Guerra del Golfo, con la invasión norteamericana, liberó las fuerzas chiitas y el enfrentamiento se generalizó convirtiendo a Irak en una prueba de fuerza entre los aliados de occidente, en mayor o menor grado fundamentalistas (desde Arabia Saudí hasta la red de Ben Laden), y su enemigo tradicional, la Revolución Islámica iraní. Como el proyecto norteamericano se justificaba en una democratización, la celebración de elecciones solo sirvió para confirmar la mayoría chiita y, por lo tanto, la influencia iraní. La política sectaria y errónea de los nuevos gobernantes de Bagdad alimentó el enfrentamiento que llega hasta la actualidad. Lo más preocupante es, sin duda, la deriva radicalizada de los sectores más intransigentes, como puede el ISIL, que no descarta la solución del problema que plantea la disidencia chiita con métodos expeditivos que rozan el genocidio. La prueba de fuerza sigue desarrollándose en la zona y las identidades religiosas funcionan como elemento de reclutamiento y movilización por ambas partes.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario