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miércoles, 11 de diciembre de 2013

Mandela: la revolución incompleta

Alejandro Nadal, La Jornada

La muerte de Nelson Mandela es aprovechada por decenas de jefes de Estado para exhibirse como líderes y estadistas. El protocolo diplomático es desplegado en todo su esplendor, rodeando a mediocres y absurdos personajes de un manto protector que les hace verse como jefes y dirigentes respetados. La exaltación de la figura de Mandela como el prócer de la libertad les hace sentir más cerca de una legitimidad que no tienen. Pero un análisis más objetivo del legado de Mandela permite comprender por qué el homenaje a Mandela es tan explotado por las clases gobernantes de todo el mundo.

Mandela en efecto se convirtió en el símbolo de la lucha en contra del régimen racista de Pretoria durante décadas. Y lo que pudo lograr el partido del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés) debe ser valorado y elogiado. Pero eso no debe impedir el análisis crítico de los alcances y limitaciones de su lucha.

Cuando se estableció la Unión de Sudáfrica en 1910 la segregación racial no era concebida como estrategia de organización nacional, pero la minoría blanca era la única que gozaba de todo tipo de libertades y la población negra estaba impedida de ocupar escaños en el parlamento. En 1913 una ley impidió a los negros en la mayor parte del territorio nacional comprar tierras fuera de áreas especialmente designadas para ellos. Otra ley en 1923 introdujo diversos mecanismos de segregación racial a nivel domiciliario y representó el antecedente más claro del apartheid. El régimen de apartheid se estableció formalmente en Sudáfrica en 1948, año en que el Partido Nacional Unificado ganó las elecciones con una plataforma de políticas de segregación racial. Por supuesto, la segregación se acompañó siempre de una fuerte discriminación económica y el acceso de la población negra a ciertas actividades económicas y a la propiedad de la tierra se mantuvo severamente regulada. La población negra no se mantuvo pasiva frente a la opresión. El ANC, fundado en 1923, se mantuvo en contacto con las clases trabajadoras y en su trabajo político la emancipación racial estaba íntimamente ligada a la liberación económica.

El apartheid se consolidó al finalizar la segunda guerra mundial y desde entonces fue un sistema de administración de la mano de obra en el capitalismo sudafricano. Pero el régimen de Pretoria dio media vuelta en los años 80 cuando se percató que el apartheid se había convertido en un sistema disfuncional porque chocaba con los requerimientos de libertad de movimiento de la fuerza de trabajo. Para entonces el ANC ya había demostrado con sus movilizaciones y amplia base popular que tendría que ser el interlocutor de la minoría blanca. Nelson Mandela cumplía 27 años en prisión y sería la cabeza para iniciar negociaciones sobre la transición.

El fin del régimen de apartheid y el paso a un sistema de una persona, un voto fue sin duda una gran victoria. Permitió el acceso al poder del ANC y de Nelson Mandela a la presidencia en las elecciones de 1994. Pero no cambió la injusta distribución de la tierra, las minas, la industria, el sistema bancario y financiero, así como las telecomunicaciones. Todo quedó en manos de la minoría blanca. A la fecha, el 87 por ciento de la tierra en Sudáfrica está en manos de blancos, mientras que los recursos del subsuelo están bajo el control de empresas trasnacionales.

Los términos de la negociación entre el ANC y la minoría blanca dejaron a la minoría que se había beneficiado de seis décadas de apartheid (y 200 años de colonialismo) en posesión de todos los activos de Sudáfrica. La mayoría negra no tuvo derecho a ningún tipo de indemnización por los estragos del sistema odioso de la discriminación y la segregación racial. Los enormes méritos de Mandela no pueden olvidarse, pero es crucial colocarlos en perspectiva: las nacionalizaciones y las indemnizaciones fueron relegadas a un segundo plano al iniciarse la transición y a la postre fueron abandonadas.

Los años entre 1990 y 1994 son testigo del proceso de negociaciones en el que el ANC y los sindicatos sudafricanos que le acompañaron tuvieron que escoger entre mantener el status quo económico y conformarse con la democracia electoral o buscar un cambio más significativo en las relaciones económicas. Las nacionalizaciones y la indemnización estaban planteadas en la Carta por la Libertad que el ANC había adoptado en 1955. Pero Mandela y sus colegas del ANC decidieron optar por una transición fácil en la que el orden patrimonial se mantuviera inalterado.

Por eso se puede afirmar que el legado de Mandela es no sólo el final del apartheid sin derramamiento de sangre. También lo es la desigualdad, el desempleo y la miseria para una parte creciente de la población en Sudáfrica. La llegada del neoliberalismo ha consolidado el régimen de explotación y para la mayoría de la población las condiciones materiales de vida hoy son peores que las que había con el apartheid. La herencia de la figura entrañable del prisionero de Robben Island es la revolución incompleta.

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