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sábado, 23 de noviembre de 2013

Cuatro falacias de la segunda “gran depresión”

Robert Skidelsky, Project Syndicate

En el período que comenzó en 2008 ha habido una abundante cosecha de falacias económicas recicladas, la mayoría procedentes de dirigentes políticos. Las cuatro siguientes son mis favoritas.

El ama de casa suaba. “Se debería haber preguntado simplemente al ama de casa suaba”, dijo la Canciller de Alemania, Angela Merkel, después del desplome de Lehman Brothers en 2008. “Nos habría dicho que no se puede vivir gastando más de lo que se gana”.

En esa lógica que parece sensata se basa actualmente la austeridad. El problema es que pasa por alto el efecto de la frugalidad del ama de casa en la demanda total. Si todas las familias frenaran sus gastos, el consumo total disminuiría y también la demanda de mano de obra. Si el marido del ama de casa pierde su puesto de trabajo, la familia estará económicamente peor que antes.

El caso general de esta falacia es la “falacia de composición”: lo que tiene sentido para cada una de las familias o empresas individualmente no necesariamente da como resultado el bien del conjunto. El caso particular que John Maynard Keynes determinó fue la “paradoja de la frugalidad”: si todo el mundo intenta ahorrar más en los malos tiempos, la demanda agregada disminuirá, con lo que se reducirán los ahorros totales, por la disminución del consumo y del crecimiento económico.

Si el Gobierno intenta reducir su déficit, las familias y las empresas tendrán que apretarse el cinturón y el resultado será una reducción del gasto total. La consecuencia de ello será que, por mucho que el Gobierno recorte su gasto, su déficit apenas disminuirá. Y, si todos los países aplican la austeridad simultáneamente, una menor demanda de los productos de cada uno de los países provocará un menor consumo nacional y extranjero, con lo que todos se encontrarán económicamente peor.

El Gobierno no puede gastar un dinero que no tiene. Esta falacia, repetida con frecuencia por el Primer Ministro de Gran Bretaña, David Cameron, presenta a los gobiernos como si afrontaran las mismas limitaciones presupuestarías que las familias o las empresas, pero los gobiernos no son como éstas. Siempre pueden conseguir el dinero que necesitan emitiendo bonos.

Pero, ¿no tendrá que pagar un gobierno cada vez más endeudado tipos de interés cada vez mayores, con lo que los costos del servicio de la deuda llegarán a consumir todos sus ingresos? La respuesta es que no: el banco central puede imprimir el suficiente dinero suplementario para mantener bajo el costo de la deuda estatal. Eso es lo que hace la llamada relajación cuantitativa. Con unos tipos de interés cercanos a cero, la mayoría de los gobiernos occidentales no pueden dejar de endeudarse.

Este argumento no es aplicable a un gobierno que no tenga un banco central, caso en el que afronta la misma limitación presupuestaria que el ama de casa suaba. Ésa es la razón por la que algunos Estados miembros de la zona del euro tuvieron tantos problemas hasta que el Banco Central Europeo los rescató. La deuda nacional representa impuestos aplazados. Según esta falacia con frecuencia repetida, los gobiernos pueden recaudar dinero emitiendo bonos, pero, como éstos son préstamos, tarde o temprano tendrán que pagarlos, cosa que sólo se puede hacer aumentando los impuestos, y, como los contribuyentes así lo esperan, ahorrarán ahora para pagar sus impuestos futuros. Cuanto más se endeuda el Gobierno para sufragar su gasto actual, más ahorra el público para pagar los impuestos futuros, lo que anula el efecto estimulador del endeudamiento suplementario.

El problema de este argumento es que los gobiernos raras veces afrontan la tesitura de tener que “saldar” sus deudas. Pueden optar por hacerlo, pero la mayoría de las veces se limitan a refinanciarlas emitiendo nuevos bonos. Cuanto más largos son los plazos de vencimiento de los bonos, menos frecuentemente deben recurrir los gobiernos a los mercados para obtener nuevos préstamos.

Más importante es que, cuando hay recursos no utilizados (por ejemplo, cuando el desempleo es mucho mayor de lo normal), el gasto resultante del endeudamiento del Gobierno utiliza dichos recursos. Los mayores ingresos del Gobierno resultantes de ello (más un menor gasto dedicado a los desempleados) compensa el endeudamiento suplementario sin tener que aumentar los impuestos.

La deuda nacional es una carga para las generaciones futuras. Se ha repetido esta falacia con tanta frecuencia, que ha entrado en el inconsciente colectivo. El argumento es el de que, si la generación actual gasta más de lo que gana, la próxima generación tendrá que ganar más de lo que gaste para pagarlo. Pero pasa por alto que los titulares de esa misma deuda figurarán entre las futuras generaciones que supuestamente tendrán esa carga. Supongamos que mis hijos tienen que pagarte a ti la deuda que yo contraje. Estarán económicamente peor, pero tú estarás mejor. Eso puede ser negativo para la distribución de la riqueza y la renta, porque enriquecerá al acreedor a expensas del deudor, pero no habrá una carga para las generaciones futuras.

El principio es exactamente el mismo cuando los titulares de la deuda nacional son extranjeros (como en el caso de Grecia), si bien la oposición política al pago será mucho mayor.

La economía rebosa de falacias, porque no es una ciencia natural, como la física o la química. En economía las afirmaciones raras veces son absolutamente verdaderas o falsas. Lo que es verdadero en ciertas circunstancias puede ser falso en otras. Por encima de todo, la verdad de muchas afirmaciones depende de las expectativas de la población.

Pensemos en la creencia de que, cuanto más se endeude el Gobierno, mayor será la carga impositiva futura. Si las personas actúan conforme a ella y ahorran todo dólar, euro o libra extra que el Gobierno ponga en sus bolsillos, el gasto gubernamental suplementario no tendrá efecto en la actividad económica, independientemente de cuántos sean los recursos no utilizados. Entonces el Gobierno debe aumentar los impuestos... y la falacia se convierte en una profecía que no puede dejar de cumplirse.

Así, pues, ¿cómo debemos distinguir entre las afirmaciones verdaderas y las falsas en economía? Tal vez se deba trazar la línea divisoria entre las afirmaciones que sólo resultan válidas si la población espera que lo sean y las que lo son independientemente de cuáles sean las creencias al respecto. La afirmación: “Si todos ahorráramos más en una crisis, todos estaríamos económicamente mejor”, es absolutamente falsa. Todos estaríamos económicamente peor. En cambio, la declaración: “Cuanto más se endeuda el Gobierno, más tendrá que pagar por su endeudamiento”, es unas veces cierta y otras falsa.

O tal vez la línea divisoria debería separar las propuestas que dependen de supuestos de comportamiento razonables y las que dependen de otros ridículos. Si las personas ahorraran todo céntimo extra del dinero prestado que gasta el Gobierno, el gasto no tendría un efecto estimulador. Es cierto, pero esa clase de personas sólo existen en los modelos de los economistas.

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