Joseph Stiglitz, Project Syndicate
La reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos ha perdido parte de su atractivo de antes de la crisis. Al fin y al cabo, antes del colapso de 2008, los capitanes de las finanzas y la industria podían pregonar las virtudes de la mundialización, la tecnología y la liberalización financiera, que al parecer anunciaba una nueva era de crecimiento incesante. Todo el mundo compartiría los beneficios, siempre y cuando hiciera “lo correcto”... Ahora todo eso es cosa del pasado, pero Davos sigue siendo un buen sitio para tener una idea del zeitgeist mundial.
Huelga decir que los países en desarrollo y con mercados en ascenso ya no miran a los países avanzados como en otros tiempos, pero una observación de un ejecutivo de una compañía minera de un país en desarrollo captó el espíritu del cambio. En respuesta a la desesperación sincera de un experto en desarrollo por qué tratados comerciales injustos y promesas incumplidas de ayuda hayan costado a los países desarrollados su autoridad moral, replicó: “Occidente nunca tuvo autoridad moral alguna”. El colonialismo, la esclavitud, la fragmentación de África en pequeños países y una larga historia de explotación de los recursos pueden ser asuntos del pasado lejano para sus perpetradores, pero no para quienes sufrieron sus consecuencias.
Si hay un asunto que interesó más que ningún otro a los dirigentes reunidos fue la desigualdad económica. El cambio en el debate desde hace tan sólo un año parece espectacular: ya nadie menciona siquiera el concepto de economía de goteo y pocos están dispuestos a sostener que hay una estrecha congruencia entre las contribuciones sociales y los beneficios privados.
Si bien la comprensión de que los Estados Unidos no son la tierra de las oportunidades que durante mucho tiempo han afirmado ser es tan desconcertante para los otros como para los americanos, la desigualdad de oportunidades a escala mundial es aún mayor. La verdad es que no se puede afirmar que el mundo es “plano” cuando un africano medio recibe una inversión en su capital humano de unos centenares de dólares, mientras que los americanos ricos reciben regalos de sus padres y la sociedad de más de medio millón de dólares.
Un momento culminante fue el discurso de Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, quien subrayó el marcado cambio habido en su institución, al menos en la cima: profunda preocupación por los derechos de las mujeres, mayor insistencia en la vinculación entre desigualdad e inestabilidad y reconocimiento de que la negociación colectiva y el salario mínimo podían desempeñar un papel importante en la reducción de la desigualdad. ¡Ojalá los programas del FMI en Grecia y en otros países reflejaran plenamente esos sentimientos!
La Associated Press organizó una sesión sobre tecnología y desempleo que hizo reflexionar mucho: ¿pueden los países (en particular los del mundo desarrollado) crear nuevos puestos de trabajo –y, en particular, buenos–, en vista de que la tecnología moderna ha substituido a los trabajadores por robots y otras máquinas en toda tarea rutinaria?
En conjunto, el sector privado en Europa y los Estados Unidos no ha podido crear muchos puestos de trabajo buenos desde el comienzo del siglo actual. Incluso en China y en otras partes del mundo con sectores manufactureros en aumento, las mejoras de la productividad –con frecuencia relacionadas con procesos automatizados que destruyen puestos de trabajo– representan la mayor parte del aumento de la producción. Quienes más sufren las consecuencias de ello son los jóvenes, cuyas perspectivas viales resultarán gravemente perjudicadas por los extensos períodos de desempleo que afrontan actualmente.
Pero la mayoría de los participantes en Davos dejaron de lado esos problemas para celebrar la supervivencia del euro. La nota dominante fue de autocomplacencia o incluso optimismo. El “impulso de Draghi”, la idea de que el Banco Central Europeo, con sus profundas bolsas, querría y podría hacer todo lo necesario para salvar el euro y a cada uno de los países afectados por la crisis, parecía haber funcionado, al menos por un tiempo. La calma temporal supuso cierto apoyo para quienes afirmaban que lo necesario, por encima de todo, era el restablecimiento de la confianza. Se abrigaba la esperanza de que las promesas de Draghi fueran una forma no onerosa de infundir dicha confianza, porque nunca se tendría que cumplirlas.
Los críticos repitieron una y otra vez que las contradicciones fundamentales no estaban resueltas y que, para que el euro sobreviviera a largo plazo, tendría que haber una unión fiscal y bancaria, la cual requeriría más unificación política que la que la mayoría de los europeos está dispuesta a aceptar, pero gran parte de lo que se dijo en las reuniones y en torno a ellas reflejaba una profunda falta de solidaridad. Un funcionario gubernamental de muy alto nivel de un país del norte de Europa ni siquiera posó el tenedor cuando un serio comensal de una cena señaló que ahora muchos españoles comen de lo que consiguen en los cubos de la basura. Deberían haber hecho las reformas antes, respondió, y siguió comiendo su filete.
Los pronósticos del FMI sobre el crecimiento hechos públicos durante la reunión de Davos ponen de relieve hasta qué punto ha quedado el mundo disociado: se espera que el crecimiento del PIB en los países industriales avanzados sea el 1,4 por ciento este año, mientras que los países en desarrollo siguen creciendo a una sólida tasa de 5,5 por ciento.
Mientras los dirigentes occidentales hablaban de una nueva insistencia en el crecimiento y el empleo, no ofrecieron políticas concretas que respaldaran esas aspiraciones. En Europa se insistía sin cesar en la austeridad, junto con autofelicitaciones por los avances logrados hasta ahora y una reafirmación de la determinación de continuar con el mismo rumbo que ahora ha sumido a toda Europa en la recesión y al Reino Unido en una desaceleración con triple recesión.
Tal vez la nota más optimista procediera de los mercados en ascenso: aunque el riesgo de la mundialización era el de entrañar una nueva interdependencia, por lo que unas políticas económicas equivocadas en los Estados Unidos y en Europa podían torpedear las economías de los países en desarrollo, los mercados en ascenso que han tenido más éxito han gestionado la mundialización lo bastante bien para sostener el crecimiento pese a los fallos de Occidente.
Con los EE.UU. políticamente paralizados por las pueriles rabietas políticas de los republicanos y Europa centrada en velar por la supervivencia del mal concebido proyecto del euro, la falta de una dirección mundial fue una queja importante expresada en Davos. En los veinticinco últimos años, hemos pasado de un mundo dominado por dos superpotencias a otro dominado por una sola y ahora a un mundo multipolar y sin dirigentes. Aunque podemos hablar del G-7 o del G-8 o del G-20, la denominación más idónea es la de G-0. Vamos a tener que aprender a vivir y prosperar en este nuevo mundo.
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