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miércoles, 8 de agosto de 2012

Capital financiero, Estado y crisis económica en Europa

Nacho Alvarez, Viento Sur

A lo largo de la historia del capitalismo se han sucedido diversos periodos, en cada uno de los cuales la interrelación de los elementos que articulan el proceso de acumulación se ha producido de forma distinta. Así, el papel que ha tenido el Estado en la economía, el rol que ha jugado el capital financiero o la conformación de un determinado patrón de distribución de la renta son elementos que se han relacionado de forma diversa según el periodo histórico.

Conquistas sociales, “represión financiera” y modelo de acumulación posbélico


En El 18 brumario de Luis Bonaparte Marx afirma que hay grandes hechos que se presentan dos veces a lo largo de la historia: una como tragedia y la otra como farsa. Sin embargo, comprobamos hoy día como una misma tragedia puede repetirse con escasas variaciones, y sin necesidad siquiera de la sutileza que caracteriza a la farsa.

En 1929 estalló una profunda crisis que hundió a la economía mundial en la Gran Depresión. En el estallido de dicha crisis tuvo un papel crucial la hegemonía del capital financiero y la formación de una enorme burbuja accionarial. El desempleo y la pobreza se dispararon en EEUU y en Europa. Durante la década siguiente y, de nuevo, al finalizar la II Guerra Mundial diversos países europeos vivieron situaciones de intensa confrontación política y social, dadas las durísimas condiciones laborales y las enormes necesidades sociales existentes en el momento. Dicha confrontación fue particularmente intensa en aquellos países donde el movimiento sindical tenía fuerza.

En mayo de 1936 el Frente Popular gana las elecciones en Francia. Ese mismo mes estalla una oleada de huelgas y ocupaciones por todo el país (casi 10.000 ocupaciones, 3 millones de huelguistas), que empuja a las organizaciones patronales –y también al propio gobierno de Léon Blum– a aceptar en los Acuerdos de Matignon las principales reivindicaciones del movimiento sindical: subida generalizada de los salarios, jornada laboral de 40 horas semanales, vacaciones pagadas, libertad sindical y establecimiento de convenios colectivos.

Tras la II Guerra Mundial, en las elecciones británicas de 1945 el conservador Winston Churchill fue sorprendentemente derrotado por el candidato laborista Clement Attlee, que recogía en su programa electoral las principales aspiraciones del pujante movimiento sindical británico: pleno empleo, asistencia sanitaria universal y gratuita, reforma fiscal progresiva y sistema de protección social “desde la cuna hasta la tumba”. El Partido Comunista Italiano –con un fortísimo peso electoral– formó parte tras las elecciones de 1946 del gobierno de coalición nacional, del que sería expulsado un año después bajo las presiones de la administración Truman como prerrequisito para la puesta en marcha del Plan Marshall. En Francia, el enorme prestigio que había acumulado el Partido Comunista Francés en la lucha contra el fascismo le llevó a ser la fuerza política más votada en las elecciones a la Asamblea Nacional de Noviembre de 1946.

Al finalizar la II Guerra Mundial las pujantes organizaciones políticas y sindicales de la clase trabajadora estaban bajo el control de la socialdemocracia, por un lado, y del estalinismo, por otro. Esto impidió que los movimientos de masas del momento desembocasen en procesos abiertamente revolucionarios[i]. No obstante, la fortaleza de estos movimientos arrancó importantes concesiones a las patronales de los respectivos países.

Así, se consiguen incrustar en el aparato del Estado conquistas sociales y democráticas relativamente ajenas a la lógica de la rentabilidad, dando lugar a nuevos marcos institucionales específicos de los países europeos: sistemas universales de protección social, regímenes tributarios basados en una fuerte progresividad fiscal, pleno empleo como condición y derecho básico de ciudadanía, nacionalización de los sectores económicos estratégicos, profunda regulación de los distintos mercados y, especialmente, del sector financiero (identificado como responsable de la Gran Depresión de los años treinta), etc. Se despliega con ello el programa histórico de la socialdemocracia, en su doble alcance: contención del movimiento obrero en el marco del capitalismo y conquista del Estado a fin de utilizarlo como herramienta de progreso social.

El modelo de acumulación posbélico –íntimamente vinculado a las conquistas arrancadas por el movimiento obrero durante estos años– se articula en Europa en torno a los siguientes elementos: un progresivo crecimiento del empleo, que permite un intenso incremento del consumo y la demanda agregada; un avance de la productividad que sostiene la rentabilidad y, con ello, la inversión empresarial; un proceso de redistribución de rentas a favor de los salarios, al crecer éstos por encima de la productividad; un Estado que acompaña la progresión regular de la demanda agregada mediante políticas económicas monetarias y fiscales expansivas; la institucionalización de los procesos de negociación colectiva entre patronal y sindicatos a nivel sectorial y nacional, estructurándose con ello el marco de las relaciones laborales y el conflicto social; y, finalmente, una férrea regulación pública sobre el sector financiero y bancario, que subordina las prioridades del capital financiero a las necesidades de financiación de la actividad productiva y yugula la tendencia inherente del sistema capitalista al sobreendeudamiento.

No obstante, no debe idealizarse el papel que cumple el Estado a favor de los intereses de la mayoría social durante este periodo, en la medida en que la consolidación del Estado del Bienestar y su mantenimiento en el tiempo dependen en última instancia del grado de organización y de la capacidad de reivindicación de la clase trabajadora.

Neoliberalismo y restauración de la hegemonía financiera


La profunda crisis de rentabilidad que atraviesan las economías desarrolladas desde principios de la década de 1970 –determinada por la dinámica de sobreacumulación, la pérdida de eficiencia de las nuevas inversiones y las dificultades crecientes de valorización– supondrá la quiebra del modelo de acumulación posbélico.

Las crisis capitalistas son momentos de profunda reconfiguración económica, pero también política y social. El fuerte incremento del desempleo, junto con los límites que mostraba el instrumental keynesiano para enfrentar la crisis, facilitaron que las clases dominantes impulsasen una ofensiva para recuperar el terreno perdido durante las décadas anteriores, imponiendo las denominadas medidas neoliberales: privatizaciones generalizadas, apertura externa de las economías e impulso del proceso de mundialización, liberalización de los mercados de bienes y servicios, desreglamentación de la esfera financiera, flexibilización de los mercados de trabajo, etc.

En particular, dos fueron los pilares sobre los que se asentó a partir de 1980 la estrategia neoliberal: en primer lugar, quebrar la capacidad contractual del movimiento sindical (inicialmente en EEUU y Reino Unido, posteriormente también en la Europa continental); en segundo lugar, atender las exigencias de los actores financieros, fortalecidos durante la década de 1970 como consecuencia del reciclaje de los petrodólares y de la ruptura del sistema monetario internacional de Bretton Woods.

Estas medidas conllevaron una importante transformación del papel que el Estado y el capital financiero desempeñaban en la economía. Después de tres décadas en las que los poderes públicos habían impuesto un “corsé” a la banca, la generalizada desreglamentación de este sector posibilitó la restauración de la hegemonía financiera (tan característica de las décadas de principios del siglo XX). El resto de conquistas sociales alcanzadas al terminar la II Guerra Mundial pasaban a situarse igualmente en el punto de mira, iniciándose una erosión paulatina que se extendería –con mayor o menor intensidad según los países– a lo largo de las décadas de 1980, 1990 y 2000.

La ideología neoliberal predicaba una progresiva retirada del Estado de la economía. Sin embargo, el salto entre el discurso y la realidad fue siempre apreciable: el Estado no se retirará durante el periodo neoliberal de la economía, sino que modificará sus pautas de intervención para ponerse al servicio de la nueva hegemonía financiera. El Estado, que había sido el marco institucional en el que el movimiento obrero organizado había consolidado la protección laboral y social, pasa a ser “capturado” nuevamente por los intereses del capital financiero. Esta captura institucional determinará nuevas prioridades para las administraciones públicas: facilitar la ampliación de los marcos de valorización del capital y garantizar la rentabilidad privada.

La eliminación de los controles de capitales, la liberalización de los mercados monetarios y de los tipos de interés administrados, la apertura de los mercados bursátiles, la flexibilización de los coeficientes mínimos de reservas que debían mantener las instituciones financieras, o el impulso dado por las administraciones a los mercados de deuda pública son ejemplos del tipo de medidas mediante las cuales los Estados facilitaron la restauración de la hegemonía financiera.

Por otro lado, las políticas de rentas basadas en la “desinflación competitiva” impusieron un bloqueo en el crecimiento de los salarios reales, una desconexión del crecimiento de éstos con relación al crecimiento de la productividad y, como consecuencia, una distribución de la renta favorable a los beneficios empresariales.

Este conjunto de medidas posibilitó, en primer lugar, una recuperación de la rentabilidad; pero además permitió que el exceso de liquidez del sistema –fruto del nuevo patrón de distribución de la renta, favorable a los beneficios empresariales– se valorizase crecientemente en el ámbito financiero. Sin embargo, desembridar las economías europeas de las regulaciones financieras y bancarias mantenidas en décadas anteriores también incrementó la inestabilidad intrínseca del sistema y su insostenibilidad.

Deuda, crisis y regresión social


El patrón de acumulación que se despliega a partir de 1980 con las medidas neoliberales es un patrón dirigido fundamentalmente por los intereses del capital financiero, que da lugar a una lógica crecientemente “financiarizada”.

La capitalización bursátil de las principales plazas financieras se dispara, sobrepasando varias veces el peso del PIB de las distintas economías nacionales; el valor de las transacciones financieras crece mucho más rápidamente que la actividad comercial y productiva; las instituciones financieras (banca comercial, banca de inversión, fondos de pensiones, fondos de inversión, compañías de seguro, hedge funds…) ejercen un intenso poder en los mercados de divisas, deuda y acciones, determinando el funcionamiento de las diversas economías nacionales así como de la economía mundial en su conjunto; la presencia en las estructuras accionariales de estas instituciones impone estrategias industriales basadas en la masiva distribución del excedente empresarial, la ausencia de reinversión, las operaciones de reestructuración y refocalización empresarial, así como la extensión de la subcontratación; finalmente, se incrementa notablemente el peso de los “ingresos rentistas” (intereses, dividendos, rentas de la propiedad, etc.) sobre el total de la renta nacional.

En realidad, no podemos caracterizar esta “lógica financiarizada” que se despliega desde 1980 como novedosa. Asistimos más bien a una extrema agudización de algunos de los rasgos inherentes a la lógica del capital.

El drenaje hacia la esfera financiera de la liquidez no invertida en la actividad productiva ha conllevado la formación de enormes burbujas financieras y crediticias, aumentando el valor nominal de los activos y, con ello, el creciente divorcio entre el ámbito financiero y el productivo. Así, uno de los rasgos más significativos de este periodo es la enorme sobrevaloración de los activos que se ha producido. Esta sobrevaloración ha determinado que los activos financieros e inmobiliarios hayan pasado a tener –en general– un valor nominal muy superior a su valor real(siendo este último equivalente a la suma de los pagos futuros derivados de la tenencia de dichos activos). No obstante, el divorcio entre el ámbito financiero y el productivo nunca puede llegar a completarse, ni es sostenible en el tiempo: el fuerte crecimiento de las cotizaciones bursátiles no puede progresar indefinidamente si no está respaldado por incrementos en la productividad y los beneficios reales de las sociedades, del mismo modo que el continuo incremento de la deuda no puede mantenerse si no crecen los ingresos de las empresas y los hogares endeudados.

Esa acumulación de “activos ficticios”[ii] se sitúa precisamente en la base de la crisis actual. La fuerte expansión del crédito que las economías desarrolladas han experimentado a lo largo de las últimas décadas ha alcanzado tal dimensión que ha hecho evidente para los acreedores la imposibilidad de ejercitar sus derechos de cobro sobre los deudores. La consiguiente desvalorización de los “activos ficticios” acumulados ha dado paso a una intensa “recesión de balances” (hogares, empresas e instituciones financieras intentan desendeudarse simultáneamente, cortocircuitándose con ello el crédito, el consumo y la inversión).

La cadena se rompe siempre por el eslabón más débil. Eso explica que la crisis de la deuda haya aflorado con el episodio de las hipotecas subprime, o con los ataques a las deudas soberanas de los países de la periferia europea. No obstante, la dinámica de sobreendeudamiento es generalizada. Cuando en 2008 estalla la crisis, según datos del McKinsey Global Institute, la deuda total (pública y privada, de hogares, empresas e instituciones financieras) equivale en Alemania al 274% del PIB, en Francia al 308%, en España al 342% y en el Reino Unido al 380%. Estados Unidos (290% del PIB) y Japón (460%) no son ajenos a esta dinámica.

La acumulación masiva de deuda y de activos financieros sin respaldo real se presenta por tanto como una dinámica insostenible, una “salida en falso” a la crisis del capitalismo de los años setenta. Pero además, más allá de su insostenibilidad en el tiempo, esta acumulación de deuda se ha convertido en una palanca de recomposición social, dando lugar a una enorme batalla social. Esta batalla decidirá qué grupo social carga con el peso de la deuda y de los activos tóxicos. El papel del Estado en este punto vuelve a ser de nuevo crucial.

Desde el momento en el que estalla la crisis de la deuda en Europa, los Estados –y particularmente, las instituciones de la Unión Europea– se han puesto al servicio de los intereses del capital financiero nacional e internacional, hasta el punto de transformar una crisis bancaria en una crisis fiscal.

Los Estados europeos se encontraban con sus cuentas públicas equilibradas en el momento en el que estalla la crisis: según datos de AMECO, en 2007 el déficit público de la UE-27 se situaba en el -0,9% del PIB; en 2011 dicho déficit había pasado al -4,5%. Esta dinámica es similar en la mayoría de países: entre 2007 y 2011 el déficit público con relación al PIB pasa del -2,8% al -5,2% en Francia, del -1,6% al -3,8% en Italia, del -2,7% al -8,3% en el Reino Unido, del -6,8% al -9,2 en Grecia, del -0,1% al -3,9% en Bélgica y del -3,2% al -4,2% en Portugal. Aquellos países que se encontraban en situación superavitaria también pasaron a tener problemas fiscales: Holanda pasa del +0,2% al -4,6%, Irlanda del +0,1% al -13% y España del +1,9% al -8,5%.

Las causas de este incremento del déficit público son diversas: la crisis económica ha determinado un aumento de los gastos por desempleo en muchos países, al tiempo que se hundía la recaudación del IRPF, del IVA y, especialmente, del impuesto de beneficios.

No obstante, la enorme suma de las partidas comprometidas por los Estados con los rescates de sus sistemas financieros nacionales ha contribuido ampliamente a incrementar dichos déficits fiscales. Según datos de la Comisión Europea[iii], entre el 1 de octubre de 2008 y el 1 de octubre de 2011 la Comisión ha autorizado ayudas estatales a los sectores financieros nacionales por valor de 4,5 billones de euros (lo que supone el 36,7% de PIB de la UE). La mayor parte de las ayudas (3’5 billones de euros, el 27,7% del PIB de la UE) fueron acordadas el año 2008, principalmente bajo la forma de garantías y avales sobre el pasivo a corto plazo de las entidades bancarias. El billón de euros autorizado con posterioridad a 2008 se ha concentrado en ayudas de recapitalización directa a la banca y en la compra de activos tóxicos, no en garantías. Entre 2008 y 2010, el volumen de ayudas efectivamente utilizado por los bancos europeos se ha elevado a 1,6 billones de euros (el 13% del PIB de la UE), situándose las aportaciones por recapitalización y compra de activos tóxicos en 409.000 millones de euros (el 3,3% del PIB de la UE).

Como vemos, la “captura institucional” protagonizada por los intereses financieros a lo largo de las últimas décadas ha conllevado que las administraciones públicas europeas irrumpan en la batalla social abierta en torno al pago de la deuda facilitando la socialización de las pérdidas de la banca. Los inciertos derechos de cobro de los acreedores (inciertos en la medida en que para ejercerse precisan de la generación de una riqueza futura aún no producida) pasan a ser garantizados por los Estados europeos (mediante inyecciones de liquidez, avales públicos, compras de activos tóxicos, ayudas directas o mediante entradas en el capital de las instituciones). Para ello, los Estados se han endeudado nuevamente en los mercados financieros internacionales, imponiendo duros recortes en los gastos públicos y sociales con el fin de garantizar el futuro pago de dicha deuda. Y sin embargo, las instituciones financieras no repercuten en forma de crédito las ayudas recibidas, debido a que están en pleno proceso de saneamiento de balances (supeditado en todo caso al reparto anual de dividendos).

Cinco años después del comienzo de la crisis los niveles de endeudamiento global no se han reducido. No obstante, las ayudas a la banca han permitido trasladar a las administraciones públicas una parte creciente de los costes asociados a los activos tóxicos. De esta forma, será el conjunto de la ciudadanía –y especialmente las clases trabajadoras y populares– las que paguen la factura mediante durísimos recortes en sus salarios, en los servicios públicos (sanidad, educación, ayudas a la dependencia, etc.) o en las pensiones. Así, una profundísima transformación de los marcos laborales, salariales y sociales está aconteciendo en Europa como consecuencia de la crisis.

Asimismo, hay un elemento clave para entender en toda su dimensión la dinámica, primero, de sobreendeudamiento de las economías europeas y, después, de socialización de deudas en beneficio del capital financiero: el papel jugado por el Euro y la Unión Europea. La entrada en vigor del Euro en 2002 supuso una ampliación de los tradicionales desequilibrios comerciales y financieros intracomunitarios, ensanchando los déficits por cuenta corriente de los países periféricos así como sus necesidades de financiación externa respecto al núcleo central de la unión. Pero además, una vez que estalla la crisis la orientación de las instituciones de Bruselas es inequívoca: el Pacto del Euro institucionaliza la austeridad fiscal y la prioridad del pago de la deuda, para lo cual contempla igualmente la liquidación de los convenios colectivos así como los recortes salariales, del gasto público y las pensiones. Recuérdese además que los tratados de la Unión prohíben que los Estados europeos puedan recurrir a préstamos de sus propios bancos centrales, teniendo que endeudarse con la banca privada a tipos y condiciones de mercado. Esta intervención de las instituciones de Bruselas al servicio de los intereses del capital financiero se implementa además desde un ejecutivo no elegido directamente por los ciudadanos, como es la Comisión Europea, en contra incluso de las decisiones de gobiernos soberanos. Las exigencias que impone la Comisión Europea, acordadas con el BCE y el FMI en el marco de la llamada “troika”, se muestran por tanto difícilmente compatibles con la democracia.

Poco importa si las medidas de austeridad hunden aún más a las economías europeas –particularmente a las economías periféricas– en la depresión económica y profundizan la regresión social. Tampoco parece tenerse en cuenta el hecho de que estas mismas medidas fueron las que llevaron a América Latina durante los años ochenta a la llamada “década perdida” (con un colapso de la actividad económica, un intenso crecimiento de las desigualdades y un empobrecimiento de las clases medias). El objetivo de las políticas implementadas es evidente: asegurar el pago de la deuda a los acreedores. Y, de paso, redefinir el terreno de las relaciones salariales, laborales y sociales en beneficio de la rentabilidad privada.

No obstante, parece difícil pensar que la estrategia del capital financiero y de las instituciones de Bruselas podrá ser llevada hasta el final: la espiral recesiva a la que la austeridad nos está conduciendo, junto con la acrecentada percepción de injusticia social derivada del proceso de socialización de las pérdidas de la banca, obligará a los gobiernos (tarde o temprano, por voluntad o por necesidad) a modificar su rumbo. Las resistencias políticas y sociales que dicha estrategia enfrentará difícilmente podrán ser ignoradas. Los bruscos giros hacia la austeridad emprendidos –en plena Gran Depresión– por el canciller alemán Heinrich Brüning en el verano de 1931, por el gobierno francés de Pierre Laval en 1935 o por Roosvelt en EEUU en 1937, evidencian las enormes limitaciones políticas y económicas de esas estrategias.

El periodo neoliberal nos deja sentados encima de una enorme montaña de deudas. La crisis en la que nos hayamos hoy inmersos es la crisis de las soluciones que se instrumentaron ante las dificultades experimentadas por las economías europeas durante los años setenta. Así, las dos principales palancas que articularon la superación de dichas dificultades –financiarización y contención salarial– han mostrado su insostenibilidad, dada la dinámica de sobreendeudamiento a la que han llevado. La batalla social abierta en este momento en Europa pivota precisamente en torno a qué grupos sociales deben pagar dichas deudas, cuándo y cómo.

Al ampliar el diafragma con el que observamos la dinámica económica a lo largo de todo un siglo comprobamos que lo excepcional en el capitalismo no es precisamente el periodo neoliberal, la desreglamentación económica y financiera generalizada, la dinámica de acumulación de capital ficticio o la sucesión de crisis económicas. Lo excepcional es precisamente la “represión financiera”, la consolidación de las conquistas sociales y la regulación pública en beneficio de la mayoría de la población. Sólo la enorme fuerza de los movimientos de masas pudo imponer dicha excepcionalidad al finalizar la II Guerra Mundial. De hecho, la única forma de garantizar derechos democráticos como la educación gratuita, la sanidad universal, las pensiones, el empleo digno o la protección social pasa hoy día porque movimientos de masas consigan poner de nuevo en entredicho la lógica de la rentabilidad privada (en particular, la del capital financiero).

¿Acaso es lógico que –con el objetivo de pagar la deuda que la banca ha transferido a los Estados– a los trabajadores se les recorten sus salarios, se cierren los quirófanos, se despidan profesores o aumente la regresividad fiscal? ¿Qué legitimidad tiene esa deuda “pública” que se incrementa continuamente, ayer por la desfiscalización de las rentas del capital y hoy por el avance de la socialización de las pérdidas bancarias? ¿Por qué debe ser pagada? Es lógico que la ciudadanía se haga estas preguntas. Precisamente también por ello sería lógico que se iniciase una auditoría de dicha deuda que sirviese precisamente para identificar su carácter ilegítimo.

El péndulo de la historia sitúa de nuevo a los pueblos europeos y al movimiento sindical frente a dilemas similares a los de la década de 1930. En sus manos está la reconstrucción de un movimiento de masas que, partiendo de la defensa de los derechos colectivos, avance hacia la impugnación de un sistema en el que dichos derechos son la excepción, no la norma.

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