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martes, 21 de febrero de 2012

Déficits buenos y malos

Robert Skidelsky, Project Syndicate

“Los déficits siempre son malos”, truenan los halcones fiscales. No es así, replica el analista de inversiones estratégicas H. Wood Brock en un nuevo libro interesante: The American Gridlock (“El estancamiento americano”). Una evaluación adecuada –sostiene Brock– depende de la “composición y la calidad del gasto estatal total”.

Los déficits estatales debidos al gasto corriente para servicios o transferencias son malos, porque no producen ingresos y contribuyen a la deuda nacional. En cambio, los déficits resultantes del gasto de capital son –o pueden ser– buenos. Si se administra con prudencia, ese gasto produce una corriente de ingresos que sirve para sufragar el servicio de la deuda y con el tiempo saldarla; más importante es que aumenta la productividad, con lo que mejora las posibilidades de crecimiento a largo plazo de un país.

De esa distinción se sigue una importante regla fiscal: normalmente, se debe equilibrar el gasto corriente de los Estados con la fiscalidad. A ese respecto, las medidas adoptadas actualmente para reducir los déficit debidos al gasto corriente están justificados, pero sólo si se los substituye enteramente por programas de gasto de capital. De hecho, la reducción del gasto corriente y el aumento del gasto de capital deben darse conjuntamente.

El argumento de Brock es el de que, en vista del estado de su economía, los Estados Unidos no pueden recuperar el pleno empleo mediante la política actual. La recuperación es demasiado débil y el país necesitar invertir un billón más de dólares al año durante diez años en servicios de transporte y educación. El Gobierno debe crear un Banco Nacional de Infraestructuras para facilitar la financiación mediante su endeudamiento directo y atrayendo los fondos del sector privado o con una mezcla de los dos. (Yo he propuesto una institución similar en el Reino Unido.)

La distinción entre el gasto de capital y el gasto corriente (y, por tanto, entre déficits “buenos” y “malos”) no es nada nuevo para cualquier estudioso de la Hacienda pública, pero se olvidan los conocimientos a un ritmo tan alarmante, que vale la pena volver a exponerla, en particular en vista de que los halcones del déficit ocupan el poder en el Reino Unido y en Europa, aunque, por fortuna, (aún) no en los EE.UU.

Según las propuestas acordadas en una reunión oficiosa del Consejo Europeo celebrada el 30 de enero, todos los miembros de la UE deberán modificar sus constituciones para introducir la norma de un presupuesto equilibrado que limite los déficits estructurales anuales al 0,5 por ciento del PIB. Sólo se podrá aumentar ese límite máximo en caso de depresión profunda u otras circunstancias excepcionales, para permitir una política anticíclica, siempre y cuando se convenga en que se trata de un déficit suplementario cíclico y no estructural. De lo contrario, las violaciones desencadenarían automáticamente sanciones de hasta el 0,1 por ciento del PIB.

El Reino Unido es uno de los dos países de la UE (junto con la República Checa) que se negó a firmar ese “pacto fiscal”, cuya aceptación es obligatoria para tener acceso a los fondos de rescate europeos, pero el Gobierno de Gran bretaña tiene el objetivo idéntico de reducir sus déficit actual del 10 por ciento del PIB hasta casi cero en cinco años.

Un argumento que se oye comúnmente en apoyo de semejantes políticas es el de que “los vigilantes de los bonos” no exigirán menos que eso y las haciendas de algunos Estados europeos (y latinoamericanos, en el pasado reciente) han estado en situación tan precaria, que esa reacción es comprensible.

Pero no es así en el caso de los EE.UU. y del Reino Unido, que tienen –los dos– grandes déficits fiscales, y la mayoría de los países estaban ateniéndose a una disciplina fiscal bastante estricta antes de que la crisis de 2008 socavara sus bancos, redujera sus ingresos fiscales y provocase un aumento de la deuda soberana.

Al mismo tiempo, no debemos atribuir el entusiasmo actual por la disciplina fiscal a semejantes contingencias. Fundamentalmente, se debe a la creencia de que todo gasto estatal por encima de un mínimo necesario es despilfarrador. Europa tiene sus propios chalados del Tea Party, que aborrecen el Estado del bienestar y quieren abolirlo o recortarlo radicalmente y que están convencidos de que todo el gasto de capital patrocinado por el Estado es una “pérdida de tiempo”: tantas carreteras, puentes y líneas férreas que no van a parte alguna y absorben su dinero en corrupción e ineficiencia.

Quienes creen eso no se inmutan ante la corrupción y el despilfarro que caracteriza gran parte del gasto del sector privado y prefieren el despilfarro total de mantener a millones de personas sin hacer nada (Brock calcula que el 16 por ciento de la fuerza de trabajo americana está desempleada, subempleada o demasiado desalentada para buscar trabajo) al posible despilfarro parcial de programas que los pongan a trabajar, perfeccionen sus aptitudes y equipen el país con activos.

Podemos criticar algunos detalles del argumento de Brock: una comprensión más profunda de Keynes le habría brindado una respuesta más convincente a la objeción de que, si los proyectos financiados por el Estado valieran la pena, el sector privado estaría ejecutándolos. Pronto vamos a tener que dar respuestas a esas cuestiones, porque las normas fiscales anteriores a la crisis que los europeos están intentando en vano fortalecer no sirvieron.

Distamos mucho de haber formulado una teoría de la política macroeconómica posterior a la recesión, pero ciertos elementos están claros. En el futuro, la política fiscal y la monetaria tendrán que ir a la par: ninguna de las dos por sí sola puede estabilizar unas economías de mercado inherentemente inestables. La política monetaria tendrá que hacer mucho más de lo que hacía antes de 2008 para limitar la “exuberancia irracional” de los mercados financieros y necesitamos un nuevo sistema de contabilidad fiscal carente de ambigüedades y que distinga entre el gasto estatal financiado con cargo a los impuestos y el gasto público que se autofinancie.

Por encima de todo, hemos de reconocer que el papel del Estado es algo más que el mantenimiento de la seguridad exterior y la ley y el orden interiores. Como escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones:

“El tercero y último deber del soberano (…) es el de erigir y mantener las instituciones públicas y las obras públicas que, aun siendo beneficiosas en sumo grado para una gran sociedad, sean de tal naturaleza, que el beneficio nunca podría amortizar los gastos para una persona o un grupo pequeño de personas y, por tanto, no se puede esperar que ninguna persona o grupo pequeño de personas las erija ni las mantenga”.

Las principales de entre esas obras públicas, para Smith, son las que “facilitan el comercio de cualquier país, como, por ejemplo, unas buenas carreteras, puentes, canales navegables, puertos, etcétera”. Otra muestra de conocimiento olvidado que Smith cita también es la importancia de la educación. Está en lo cierto al hacerlo, por mucho que los halcones actuales del déficit parezcan demostrar, con su comportamiento, lo contrario.

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