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miércoles, 17 de marzo de 2010

Engaños y paradojas de la crisis

José Manuel Naredo
Público


Tras dos años largos de crisis, el mero hecho de refrescar nuestra frágil memoria sobre cómo han ido evolucionando las percepciones de los problemas resulta bastante clarificador.

Recordemos que cuando los gobiernos de los países de nuestro entorno acabaron asumiendo la crisis, acordaron como un solo hombre que no había que dejar la recuperación al libre albedrío de los mercados, sino que los estados debían aportar cuantiosos paquetes de ayudas para combatirla. Los economistas críticos se congratularon de este inesperado triunfo del keynesianismo frente al maligno neoliberalismo, interpretándolo como una victoria de la izquierda frente a la derecha. El escaso tiempo transcurrido evidencia lo errado de este diagnóstico y sus nefastos resultados.

Hay que empezar recordando que el capitalismo no es la encarnación de la utopía liberal, sino un sistema social fruto del devenir histórico, que lo mismo adopta posiciones liberales que intervencionistas en función de sus intereses. El hecho de que el Gobierno estadounidense de Bush adelantara el “plan Paulson” para salvar entidades financieras, reforzado después con el más abultado paquete de Obama, denotó que el supuesto conflicto entre liberalismo e intervencionismo brillaba en este caso por su ausencia, dejando claro que el mismo capitalismo que había provocado la crisis era el primer interesado en beneficiarse de esos planes de salvamento, sobre todo si no entrañaban contrapartidas que condicionaran su propiedad o su gestión.

Lamentablemente, la aquiescencia de los críticos a las cuantiosas inyecciones de liquidez y gasto público dio alas a los gobiernos para orientarlas impunemente a favor de los intereses más inmediatos del capitalismo sin apenas exigencias que condicionaran su gestión, lo cual tuvo efectos perversos en un doble sentido.

Por una parte, estas inyecciones contribuyeron a salvar bancos y a paliar la caída en la actividad de las empresas, pero también, y sobre todo, a reanimar la inversión especulativa, al no haberse cambiado las reglas del juego que la incentivaban. Repuntaron así las cotizaciones bursátiles, el oro y las materias primas, pero no el crédito, la inversión productiva, ni el empleo.

Por otra, la prodigalidad inicial del gasto y de la financiación pública consiguió paliar la bancarrota privada a base de inflar el déficit y la deuda que los Estados tienen que atender ahora, cambiando el rol de los personajes: hoy es la banca la que financia interesadamente a los Estados exigiéndoles solvencia y equilibrio presupuestario. Y con esta nueva exigencia se invierte el discurso originario que achacaba la crisis a “la codicia” de los especuladores y a la desregulación del sistema monetario internacional, para acabar hablando sólo de la necesidad de reformar el mercado laboral o las pensiones, de recortar sueldos y derechos de los trabajadores y de apretar las clavijas al grueso de los contribuyentes.

Asistimos así a un discurso económico servil que, tras cegar otras posibles salidas, acaba proponiendo como la única viable la conocida ley del embudo, consistente en socializar pérdidas y privatizar beneficios.

Fuente: Publico.es

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