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sábado, 31 de octubre de 2009

Groucho Marx, la bolsa y el Crash de 1929



Esta es una pequeña joya escrita por Groucho Marx tras el crash de 1929.. no tiene desperdicio y hay que leerlo completo. Cualquier semejanza con lo vivido 80 años después, es accidental. Dejo con ustedes a:

Groucho Marx

Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercadeo de valores. Lo conocí por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero. ¿Quien lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acci6n que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a 30 cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.

Mi sueldo semanal en Los Cuatro Cocos era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba te6ricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.

Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:

-Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx ,¿sabe? Peces gordos, de verdad. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y. créame amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo estaba escuchándoles pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído atento. iNo voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí que uno de los individuos decía al otro: “Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation”.

-¿Cómo se llaman esos valores? -pregunté.

Me lanzó una mirada burlona.

-¿Que le ocurre, amigo? ¿Tiene algo en las orejas que no le funciona bien? Ya se lo he dicho. El hombre ha mencionado la United Corporation.

Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informe inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todavía iba en batín.

–En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa -dijo- . Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia.

–Harpo -dije- ¿estas loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!

De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de la United Corporation por valor de 160.000 dólares, con un margen del 25 por ciento.

Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no estén familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que significa ese margen del 25 por ciento. Por ejemplo, si uno compraba 80.000 dólares de acciones, solo tenia que pagar en efectivo 20.000. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.

El miércoles por la tarde. en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall Street, quien le susurr6.

-Chico, ahora vengo de Wall Street y allí no se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo se de muy buena tinta.

Chico corrió inmediatamente hacia el teatro con la noticia de esta oportunidad. Era una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del tel6n hasta que nuestro agente nos aseguro que habíamos tenido la fortuna de conseguir seiscientas acciones. ¡Estabamos entusiasmados! Chico, Harpo y yo éramos cada uno propietario de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó: -No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una compañía como Anaconda.

El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estabamos de gira, Max Gordon, el productor teatral, solía ponerme una conferencia telefónica cada mañana desde Nueva York, solo para informarme de la cotización del mercado y de sus predicciones para el día. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran “arriba, arriba, arriba”. Hasta entonces yo no había imaginado que se pudiera hacerse rico sin trabajar.

Max me llamó una mañana y me aconsejó que comprara unos valores llamados Auburn. Eran de una compañía de automóviles ahora inexistente.

–Marx -dijo- es una gran oportunidad. Pegará más saltos que un canguro. Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Luego añadió:

-¡Por qué no abandonas Los Cuatro Cocos y olvidas esos miserables dos mil semanales que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, aseguraría que puedes ganar más dinero en una hora, instalado en el despacho de un agente de valores, que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway.

–Max -contesté- no hay duda de que tu consejo es sensacional. Pero al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ryskind, Irving Berlin y con mi productor, Sam Harris.

Lo que por entonces no sabía era que Kaufman, Ryskind, Berlin y Harris compraban también con margen y que finalmente iban a ser aniquilados por sus asesores financieros. Sin embargo, por consejo de Max, llame inmediatamente a mi agente y le instruí para que me comprara quinientas acciones de la Auburn Motor Company.

Pocas semanas mas tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de campo con el señor Gordon. Grandes y costosos cigarros habanos colgaban de nuestros labios. El mundo era una delicia y el cielo asomaba en los ojos de Max. (Así como también unos símbolos del dólar.) El día anterior las Auburn habían pegado un salto de treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y dije:

-Max ¿cuanto tiempo durara esto?

Max repuso, utilizando una frase de Al Jolson.

-Hermano, ¡todavía no has visto nada!

Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hable a mi agente en Great Neck acerca de este fenómeno especulativo.

-No se gran cosa sobre Wall Street -empecé a decir en tono de disculpa-, pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debería haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?

Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo:

-Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para escribir un libro.

-Oiga, buen hombre -repliqué-. He venido aquí en busca de consejo. Si no sabe usted hablar con cortesía, hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis asuntos. Y ahora, ¿qué estaba usted diciendo?

Adecuadamente castigado y amansado, respondió:

-Señor Marx, tal vez no se dé cuenta, pero éste ha dejado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de tuberías Crane.

Con cierto cansancio, pregunté:

-¿Cree que es una buena compra?

-No hay otra mejor -me contestó-. Si hay algo que todos hemos de usar son las tuberías.

(Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que aparecieren en las listas de cotizaciones.)

-Eso es ridículo -dije-. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no utilizan las tuberías.- Solté una carcajada para celebrar mi salida, pero él permaneció muy serio, de modo que proseguí-. ¿Dice usted que desde la India le envían órdenes de compra de tuberías Crane? Hummm. Si en la lejana India piden tuberías, deben de saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán trescientas.

Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba a doblar su valor en pocos meses.

En los diarios actuales leo con frecuencia artículos relativos a espectadores que se quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver My Fair Lady.

(Personalmente, opino que vale esos 100 dólares.) Bueno, una vez pagué 138.000 dólares por ver a Eddie Cantor en el Palace.

Todos sabemos que Eddie es un cómico estupendo. Incluso él lo reconoce sin ningún inconveniente. Tenía una revista maravillosa. Cantaba Margie, Ahora es el momento de Enamorarse y Si conociesen a Sussie. Mataba de risa al público con sus bromas características, y terminaba cantando Whoope. En resumen, era un exitazo. Tenía ese algo magnético que hace destacar a una estrella del montón anónimo.

Cantor era vecino mío en Great Neck. Como era viejo amigo suyo, cuando terminó la representación fui a verle a su camerino. Eddie es un conversador muy persuasivo, y antes de que yo pudiera decirle lo mucho que había disfrutado con su actuación, me hizo sentar, cerró rápidamente la puerta, miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie le escuchaba y dijo:

-¡Groucho, te adoro!

No había nada de peculiar en aquel saludo. Así es como la gente del teatro habla entre sí. En el teatro existe una ley no escrita respecto a que cuando dos personas se encuentran (actor y actriz, actriz y actriz, actor y actor, o cualquier otra de las variaciones y desviaciones del sexo) deben evitar cuidadosamente los saludos habituales de la gente normal. En cambio, deben abrumarse mutuamente con frases de cariño que, en otros sectores de la sociedad, suelen estar reservadas para el dormitorio.

-Encanto -prosiguió Cantor-, ¿qué te ha parecido mi espectáculo?

Miré hacia atrás, suponiendo que habría entrado alguna muchacha. Desdichadamente , no era así, y comprendí que se dirigía a mí.

-Eddie, cariño -contesté con entusiasmo verdadero-, ¡has estado soberbio!

Me disponía a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo:

-Precioso, ¿tienes algunas Goldman-Sachs?

-Dulzura -respondí (a este juego pueden jugar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de ellas. ¿Qué es Goldman-Sachs? ¿Una marca de harina?

Me cogió por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento pensé que iba a besarme.

-¡No me digas que nunca has oído hablar de las Goldman-Sachs! -exclamó incrédulamente-. Es la compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores.

Luego consultó su reloj y dijo:

-Hum. Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada. Pero, mañana por la mañana, muchacho, lo primero que tienes que hacer es coger el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman-Sachs. Creo que hoy ha cerrado a ciento cincuenta y seis… ¡y a ciento cincuenta y seis es un robo!

Luego Eddie me palmoteó una mejilla, yo le palmoteé la suya y nos separamos.

¡Amigo! ¡Qué contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! Figúrate, si no llego a ir aquella tarde al teatro Palace, no hubiese tenido aquella confidencia. A la mañana siguiente, antes del desayuno, corrí al despacho del agente en el momento que se abría la Bolsa. Aflojé el 25% de 38.000 dólares y me convertí en afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman-Sachs, la mejor compañía de inversiones de América.

Entonces empecé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Brodway.

Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones sólo hablaban de la cantidad que tal y tal valor habían subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios -y en muchos casos, sus ahorros de toda la vida- en Wall Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba de la resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su continua ascensión.

De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: “Cuando el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse”,

Yo no estaba presente en la Fiebre del Oro del 49. Me refiero a 1849. Pero imagino que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba a todo el paìs. El presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal parecía completamente ajeno a lo que sucedía. No estoy seguro que hubiesen conseguido algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso el mercado se deslizó alegremente hacia su perdición.

Un día concreto, el mercado empezó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos cayeron presas del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía sobre nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces sólo tenían el nombre de tales.

Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando los márgenes adicionales. Esta era una broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente, para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando.

Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron 240.000 dólares. (O ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por semana.) Hubiese perdido más, pero ese era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación que, con el tiempo, creo que ha de compararse con las citas más memorables de la historia americana. Me refiero a citas tan imperecederas como “No abandonéis el barco”, “No disparéis hasta que veáis el blanco de sus ojos”, “¡Dadme la libertad o la muerte!”, y “Sólo tengo una vida que dar por la patria”. Estas palabras caen en una insignificancia relativa al ponerlas junto a la frase notable de Max. Pero charlatán por naturaleza, esta vez ignoró incluso el tradicional “hola”. Todo lo que dijo fue:”¡Marx, la broma ha terminado!”. Antes de que yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo.

En toda la bazofia escrita por los analistas de mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas cinco palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía.

Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir prestado dinero del banco para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Las acciones de Cobre Anaconda (recuerda que retrasamos treinta minutos la subida del telón para comprarlas) se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 ,7/8. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a la United Corporation se saldó a 3,1/2. Las habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace fue magnífica y de tanta calidad como cualquier actuación en Broadway. Pero, ¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Eddie, cariño ¿cómo pudiste? Durante la máxima depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar la acción.

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