miércoles, 6 de febrero de 2019

La miseria imperial hecha sentido común contra Venezuela

Rafael Bautista S. Alai

La “edad de la inocencia” ha dejado de ser un patrimonio etario y se ha impuesto como la fisonomía “democrática” de la opinión pública. En las redes sociales se puede comprobar cómo esta democratización dista mucho de ser un ejercicio político y se constituye más bien en la domesticación y masificación de la población mundial. Esto se destaca en el complot contra Venezuela. Mientras toda la historia de invasiones gringas nos da todos los argumentos para subrayar la crisis de credibilidad de la demagogia imperial, basta la exaltación de la mitología gringa (“libertad de expresión”, “sistema democrático”, “derechos humanos”, etc) para que la opinión pública tribute sus prejuicios coloniales como única moneda admitida por la retórica informativa del dólar.

Eso es lo que promueve la mediocracia y lo realizan las redes sociales. Por eso se convierten en el mejor medio de propaganda imperial; pues para afiliarse a su retórica no hace falta mucha inteligencia; y eso es lo que explotan los “fake news”: no apuntan al raciocinio, su fin no es argumentar, les basta con reafirmar los prejuicios globalizados. Por ello se puede diseccionar toda la animadversión al “chavismo” como la acumulación obsesiva de propaganda gringa anticomunista propia de la guerra fría (si la juventud actual es todavía presa de aquello, es porque su formación es crónicamente subordinada al guion hollywoodense).

¿Por qué las redes sociales pueden promover y hacer triunfar a un Trump o a un Bolsonaro, y no así a un líder popular? Hay que recordar que las nuevas tecnologías no han sido precisamente diseñadas para despertar el espíritu crítico en la población. Para apostar por cambios estructurales, la simple información no basta. Es más, incluso se puede hacer notar cómo la promoción de plataformas digitales en favor de movimientos ecologistas, por ejemplo, no son incompatibles con propaganda imperial en otros asuntos. Muchos movimientos anti-establishment no dejan de ser, desgraciada y paradójicamente, una moda “políticamente correcta” (sobre todo ahora que la izquierda mundial se ha “moderado”, para beneplácito de los poderes fácticos). Todo ello sirve para destacar que las luchas sociales han sido fragmentarizadas, de tal modo, que ya nadie tiene consciencia del mundo integrado y supeditado al reino del mercado global.

Pero todo se clarifica en momentos críticos, porque en ellos no cabe la neutralidad y menos la indiferencia. La crisis define. Porque en la crisis, como en la desgracia, se conoce quién es quién. En tal caso, ninguna crítica que se pueda hacer al gobierno bolivariano, amerita y justifica la masacre que se pretende desatar, y menos si ésta es la antesala de una desestabilización regional con consecuencias inimaginables.

En ese sentido, llama sobre todo la atención, la ceguera histórica de una izquierda de manual que, en su condena al gobierno bolivariano, no advierte la connivencia sospechosa con una reposición imperial que es capaz de convocar la propia idiosincrasia izquierdista. Hasta los decoloniales de derecha, que no en vano usufructúan del mundillo académico, muestran cuán comedido es el subalterno a la hora de sermonear al paisano para beneplácito del amo.

La crisis es definitoria y define los alcances mismos de la crítica. Porque ser crítico no significa oponerse, ni se define por estar en contra de algo; ser crítico consiste en ir a la raíz del asunto y esto es lo que hace que la crítica (cuando no es reducida a criticonería) se encargue de poner sensatez en la discusión, cordura en el debate: por ello el ejercicio crítico nunca apunta primero afuera sino que encarna la situación y toma partido. No hay crítica más allá del bien y del mal, ni hay crítica verdadera en la cómoda imparcialidad del que se cree el ojo de dios. Sólo se puede ser verdaderamente crítico desde el compromiso revolucionario.

Que la revolución bolivariana tenga déficits no justifica ni siquiera la irresponsable toma de distancia de lo que podría significar una catástrofe regional. Hay que decirlo: no sabemos lo que es la guerra. Y lo que pretenden las nuevas políticas imperiales es desatar el famoso “caos constructivo” en el continente. Venezuela sería sólo el inicio de una nueva Siria extendida a todo el arco del “mundo no integrado”, según el nuevo mapa global del Pentágono. El “mundo no integrado” son los países con recursos estratégicos que conforman la periferia mundial. Para la nueva doctrina straussiana de los “neocons” (quienes acaban de ingresar en el régimen Trump, como John Bolton, Mike Pompeo o Elliot Abrams), el nuevo plan consiste en destruir a los Estados del arco del “mundo no integrado”, es decir, someter al mundo a la jerarquía naturalizada que impone el excepcionalismo gringo.

Porque ya se les acaba la bonanza del fracking; las petroleras gringas ya estiman 300.000 millones de $US de pérdida con la burbuja del gas y petróleo no convencionales (burbuja financiada con dinero público que dejará a los contribuyentes norteamericanos actuales y futuros con deudas sumamente onerosas). Como destaca Dmitry Orlov, el auge de producción de petróleo no convencional, en USA, ha llegado a su fin; pero no pueden bajar su consumo insensato, de más del 20% de petróleo mundial. Una nueva aventura con fracking representaría invertir 2 billones de $US, cuyas ganancias son sumamente dudosas. La baja de producción de petróleo ya anunciada por Rusia y Arabia Saudita configura un escenario futuro de escasez global; esto explica la precocidad y desesperación en la arremetida imperial contra Venezuela, el mayor reservorio certificado de petróleo del planeta (el Departamento de Defensa gringo, siendo el mayor consumidor, necesita de las reservas venezolanas para movilizar sus más de 900 bases militares en el mundo y asegurar la base energética de restauración imperial).

El 1% rico del mundo ya es consciente que el desarrollo y el progreso moderno, no es posible para todos, porque al desarrollo no le interesa el bien de la humanidad sino garantizar la opulencia –llamada bienestar– de los ricos del mundo. Por eso el neo-malthusianismo resurgido y patrocinado por la industria farmacéutica transnacional y la corpo-cracia de los granos y semillas (la reciente fusión financiera entre Bayer y Monsanto responde a esto), busca la eliminación de los pobres del mundo (por lo menos dos tercios de la población mundial). Ese proceso no tuvo éxito en el plan de “Medio Oriente ampliado”, pero se halla renovado en nuestro continente, gracias a la complicidad apátrida de las oligarquías nacionales adictas a la geoeconomía del dólar y apiñadas en el “Grupo de Lima”.

Todas las iniciativas de Duque y Bolsonaro van más allá de la simple destitución de Maduro. Lo que se busca es la restauración de la hegemonía imperial y esto es lo que explica el comedido accionar de sus lacayos presidentes. Lo triste es que esa restauración signifique la balcanización de toda Latinoamérica. Hasta la presencia de Manuel López Obrador como presidente mexicano les incomoda, por eso ya se escuchan amenazas de magnicidio, reeditando el episodio Colosio. Nuestras naciones deben comprender que se trata de una amenaza continental, cuyo precedente se halla en las recientes intervenciones en Irak, Siria y Libia por parte del Imperio en decadencia.

Hasta la izquierda fundamentalista olvida la leyenda negra construida sobre Cuba. Ningún país puede sobrevivir a un bloqueo económico; y si de milagros económicos hablamos, los tigres del Asia (y hasta la reconstrucción europea post-segunda guerra) deben su éxito a medidas que hoy se acusan de “populismo”, y que no tuvieron jamás bloqueo de por medio.

Creer que todo se debe a desaciertos internos –en el caso de Venezuela– es pecar de ingenuo y no advertir que, a toda medida económica que podía haber emprendido el gobierno de Maduro, los poderes fácticos, subsidiarios de la política imperial, no iban a quedarse de brazos cruzados (y cuando esa respuesta imperial nunca entra en el análisis, se muestra la miseria del examen unilateral de coyuntura). En ese sentido, llama la atención el análisis simplón de izquierda que no es capaz de describir dialécticamente cómo el mundo financiero, que tiene presa a nuestras economías, tiene todos los medios institucionales globales para hacer fracasar todo intento serio de independencia financiera de la periferia global.

Parece que nadie ha aprendido nada de lo que pasó en Libia. Allí caló más en la idiosincrasia pedestre la defenestración de Muamar al Gadafi que la simple constatación de los verdaderos intereses de Occidente. Ni siquiera la opinión pública supo cuestionar la cínica declaración hilarante de la ex secretaria de Estado Hilary Clinton cuando invadieron Libia (dejando al país con más alto índice de bienestar social del África sumido en guerra civil): “we came, we saw, he died”.

El lugar común recurrente de la izquierda romántica (que continúa soñando en la revolución de nunca jamás) consiste en hacer de la versión imperial un “mea culpa”, como constatación del complejo de inferioridad que atraviesa su eurocentrismo. El Imperio no es un mito y todas las contradicciones internas que puedan suceder no ameritan sacar de la ecuación de análisis político el factor imperial. En ese sentido, ¿de dónde saca el expresidente uruguayo Mujica que la solución pasa por medir con la misma vara a Maduro y Guaidó? ¿No se da cuenta del terrible precedente político que significa una peregrina autoproclamación?

En 1961, la resolución “pacifica” de la “crisis de los misiles” significó el sacrificio de Cuba. Nadie en el mundo supo reconocer el holocausto al que fue sometida Cuba, tanto por USA como por la URSS, quedando condenada a su aislamiento y la imposibilidad de su desarrollo propio. Si no somos capaces de aprender de la historia y reconocer lo que verdaderamente está en juego en Venezuela, la historia No nos absolverá. Lo más triste será constatar, si triunfa la guerra extendida a toda Latinoamérica, que no haya quién les increpe a los “críticos”, “imparciales” e “indiferentes”, lo equivocados que estaban.

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