lunes, 16 de enero de 2017

¿Hay que culpar a la globalización?


Dean Baker, Sin Permiso

Aunque no podemos aceptar el racismo y la misoginia con que alimentó Donald Trump su victoria electoral, tenemos que reconocer que los votantes de clase obrera blanca que le dieron amplio apoyo tenían agravios reales. Han sido perdedores económicos durante las últimas cuatro décadas. Han visto estancarse sus salarios y las perspectivas a que se enfrentan sus hijos en el mercado laboral son sombrías. Sus cuitas vienen de políticas económicas que fueron diseñadas para redistribuir el ingreso hacia los de arriba. La globalización fue la más visible de esas políticas.

Entre los muchos mitos sobre la globalización, el peor es el que dice que la pérdida de un enorme volumen de puestos de trabajo en los EEUU (y en Europa) era inevitable. Puesto que el mundo en vías de desarrollo está lleno de trabajadores con salarios bajos, se dice, era imposible para los norteamericanos competir con ellos. Los economistas y los políticos que promueven esa opinión pueden conceder que el resultado es muy desafortunado para los trabajadores norteamericanos, pero insisten en que era inevitable. Se consuelan con los crecientes niveles de vida de los miles de millones de pobres del mundo en vías de desarrollo.

Es una visión de la historia de los últimos cuarenta años muy digerible para quienes no fueron sus víctimas. Pero es de todo punto falsa.

La globalización no tenia por qué seguir el curso que siguió. No había nada inevitable en los grandes déficits comerciales de los EEUU, que llegaron a un pico del 6% del PIB entre 2005 y 2006 (aproximadamente 1,1 billones anuales en dólares de la economía actual). Y no había nada inevitable en las pautas comerciales que resultaron de ese desequilibrio. Fueron decisiones políticas –no Dios, la naturaleza o la mano invisible— las que expusieron a los obreros industriales norteamericanos a la competencia directa con los obreros de salarios bajos en el mundo en vías de desarrollo. Quienes tomaban decisiones políticas pudieron haber expuesto a trabajadores superlativamente remunerados, como los médicos o los abogados, a esa misma competencia, pero un consenso bipartidista en el Congreso y los presidentes de ambos partidos eligieron protegerlos.

El primer supuesto sobre la globalización –que los EEUU necesitaban un robusto influjo neto de bienes— es fácilmente refutable. No teníamos que incurrir en grandes déficits comerciales con el mundo en vías de desarrollo para disfrutar de las ventajas del comercio. Ni eran nuestros déficits comerciales una condición necesaria para la mejora de la suerte de los pobres del mundo.

En realidad, la teoría económica sugiere lo contrario. Los países en vías de desarrollo se supone que incurren en grandes déficits comerciales con los países ricos. En los países ricos el capital es relativamente abundante, de modo que consigue tasas de retorno muy bajas. En cambio, en los países pobres el capital es relativamente escaso, de modo que consigue una alta tasa de retornos. Este argumento de manual implica que los inversores en los EEUU harían bien prestando dinero a los países en vías de desarrollo para ayudar a financiar su desarrollo.

El flujo de capital procedente de los países ricos podría financiar un déficit comercial de los países en vías de desarrollo, lo que permitiría a éstos mejorar sus niveles de vida importando bienes de consumo al tiempo que construyen infraestructura y forman stocks de capital. En la teoría económica dominante, el problema de los países en vías de desarrollo es la escasez de bienes y servicios. Así, se beneficiarían de una situación que les permitiría comprar más de lo que venden.

Sin embargo, muchos “expertos” sostienen que el principal problema del mundo en vías de desarrollo radica en encontrar quién compre sus productos. Esta perspectiva invertida revela la corrupción de nuestros debates políticos. Estos observadores vuelven del revés las enseñanzas de la teoría económica corriente sugiriendo que el problema económico principal a que se enfrenta el mundo en vías de desarrollo es el de una falta de demanda de sus bienes y servicios. Puede que algunos consideren el modelo del manual de economía como meramente hipotético. No lo es. En el Este asiático de los 90, hasta la crisis financiera de 1997, los países crecían rápidamente mientras incurrían en grandes déficits comerciales. Aunque el crecimiento y la reducción de la pobreza en la región han sido presentados como el beneficio que compensa los sufrimientos de la clase obrera en los EEUU y otros países ricos, lo cierto es que los Estados del Este asiático crecieron más rápidamente en los años en que incurrieron en déficits comerciales. De hecho, si los países del Este asiático hubieran conseguido mantener su tasa de crecimiento anterior a la crisis, dos de ellos, Malaysia y Corea del Sur, serían ahora más ricos en términos per capita que los EEUU. Aunque los desequilibrios fueron creciendo antes de la crisis, y aunque los déficits comerciales fueron probablemente demasiado grandes, eso no es razón para sostener que un patrón de crecimiento fundado en la inversión exterior no habría podido resultar sostenible.

Las condiciones del rescate de 1997, diseñado por la administración Clinton y operado por el FMI, convirtió a los países en desarrollo de la región en prestamistas netos de capital, invirtiendo la dirección de los flujos de capital anteriores al período de crisis. Esa fue una elección conscientemente política que tuvo efectos desastrosos para amplios segmentos de la fuerza de trabajo estadounidense. El rescate podría haber incluido una substancial condonación de la deuda, lo que habría permitido a los países del Este asiático seguir financiando con préstamos su desarrollo. Pero la administración Clinton insistió en la total devolución de la deuda para proteger a los bancos y a otros prestamistas de sus errores, lo que forzó a aquellos países a incrementar masivamente sus exportaciones a fin de poder pagar su deuda.

Pero no son sólo el volumen y la dirección de los flujos comerciales lo que revela su naturaleza política. Un segundo supuesto de la habitual narrativa sobre la globalización tiene que ver con el contenido de esos flujos. Los acuerdos comerciales negociados por las administraciones de los dos partidos fueron concebidos para permitir que las grandes compañías norteamericanas pudieran producir bienes en los países en vías de desarrollo y repatriar el producto a los EEUU con mínimas restricciones. Esta opción política ponía a los trabajadores industriales norteamericanos en directa competición con los trabajadores inferiormente pagados del mundo en vías de desarrollo. Nuestra economía, en conjunto, puede ganar con un acceso a los bienes de bajo costo fabricados en el mundo en vías de desarrollo, pero un resultado predecible y ya real de esta pauta comercial es la pérdida de puestos de trabajo industriales en los EEUU y la presión a la baja sobre los salarios de sus trabajadores menos calificados en general.

Había otras opciones, y sigue habiéndolas. Así como podemos ahorrar dinero en zapatos y camisetas comprando productos hechos en China, también podríamos ahorrar en facturas médicas y honorarios de abogados, si permitiéramos que médicos, abogados y otros profesionales de bajos honorarios pudieran practicar en los EEUU.

El caso es que no se ha hecho nada en esta era de liberalización comercial para reducir las barreras que protegen a nuestros profesionales mejor pagados. Es ilegal la práctica de la medicina en los EEUU, a menos que se haya completado un programa de residencia en EEUU o en Canadá. (El número de admitidos en esos programas está estrictamente limitado, con sólo una pequeña fracción abierta a médicos educados en el extranjero.) Los dentistas tienen prohibida la práctica en los EEUU, a menos que se hayan licenciado en una escuela odontológica de los EEUU; la única excepción son los licenciados en escuelas canadienses.

Es absurdo creer que la única vía para llegar a ser un profesional competente es completar un programa de residencia en los EEUU. Si aplicáramos nuestros principios librecambistas a los servicios médicos y odontológicos, así como al trabajo de otros profesionales muy bien pagados, estableceríamos un sistema internacional de acreditaciones que permitiría a los profesionales extranjeros entrenarse y practicar conforme a nuestros criterios en los EEUU. Y no se trata de una fantasía absurda. Trabajadores capaces en esos campos están ya colaborando a lo largo y ancho del planeta; los huesos, los dientes y los corazones en la India no son diferentes de los norteamericanos.

Los beneficios potenciales de un comercio más libre en esos servicios son enormes. El médico promedio de los EEUU gana más de 207.000 dólares la año, más del doble del promedio en otros países ricos. Si pagáramos a nuestros médicos lo mismo que Alemania, Canadá u otros sitios parecidos, ahorraríamos cerca de 100 mil millones de dólares al año, casi 700 dólares por familia norteamericana. Si abriéramos a la competencia internacional otras profesiones superiormente pagadas, los beneficios serían todavía mayores. Algunos objetarán que eso arrebataría a los pobres del mundo a los mejores y más brillantes, que irían a los EEUU. Pero esa “fuga de cerebros” podría compensarse con impuestos a los profesionales extranjeros y la repatriación esos impuestos a sus países de origen, que podrían usar ese dinero para educar y entrenar a dos o tres profesionales por cada uno que se hubiera ido a los EEUU. Este es el sistema de compensación a los perdedores que los propugnadores de los tratados de comercio alaban siempre prometiendo amplios beneficios para todo el mundo. En el caso de los EEUU, los programas compensatorios siempre han sido muy limitados.

Al generar el libre comercio ahorros en el trabajo de médicos, abogados, etc., podríamos también promover la igualdad, puesto que estos profesionales se sitúan en el vértice de la distribución del ingreso. Es importante recordar que el ingreso de los profesionales superiormente pagados representa un coste para todos los demás. Si podemos obtener sus servicios por menos, los niveles de vida del resto de la población crecerán. Rechazar ese camino es una forma de proteccionismo en beneficio de los comparativamente ricos profesionales norteamericanos.

Otros tipos de proteccionismo resultan también costosos para los norteamericanos. Por ejemplo: un eje capital de los últimos tratados de comercio ha sido la protección cada vez más robusta y cada vez más larga de las patentes y del copyright, con un foco especial puesto en la preservación de los monopolios fabricantes de fármacos de prescripción médica.

Incrementar el blindaje y la duración de las patentes y otras formas de protección se convirtió en el propósito central de la política comercial que inauguró la administración Clinton. La Casa Blanca insertó en el último minuto las cláusulas del TRIPS (Trade Related Aspects of Intellectual Property Rights) en las negociaciones de la Ronda de Uruguay del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (de allí en adelante, Organización Mundial del Comercio). Todos los acuerdos de comercio posteriores han seguido extendiendo los derechos de propiedad intelectual (PI). Lo que típicamente hacen estas cláusulas PI es aumentar el coste de los artículos protegidos en muchos miles por ciento sobre el precio de libre mercado. Lo que resulta particularmente problemático en el caso de la prescripción de fármacos, porque aquí lo que está en juego son las vidas y la salud de la gente.

Con pocas excepciones, la producción de fármacos es barata. Eso significa que, en ausencia de patentes y otras protecciones por el estilo, no resultarían normalmente caras de comprar. El fármaco para la hepatitis C, Sovaldi, ofrece un ejemplo excelente. Tres meses de administración de una versión genérica de alta calidad cuesta en la India 900 dólares. Su precio en los EEUU es de 84.000 dólares. Lo que equivale a un arancel de más del 40.000 por ciento. Este enorme hiato abierto entre los precios protegidos por patentes y los precios de libre mercado estimula el abuso y la corrupción, tal como predice la teoría económica. Las empresas tienen poderosos incentivos mantener la patente sobre sus fármacos tanto tiempo como les sea posible. También tienen incentivos para ocultar pruebas de que su fármaco es menos efectivo de lo que declaran o de que podría resultar incluso dañino. Es raro que transcurra un mes sin que estalle un escándalo de esta naturaleza en la industria farmacéutica.

Los pretendidos beneficios de una protección robusta y duradera con patentes farmacéuticas están completamente exagerados. Por ejemplo, la idea de que así conseguimos mejores fármacos, porque la protección ofrecida por las patentes pagaría el elevado costo de la investigación, es de rodo punto erróneo. Mecanismos alternativos serían con casi total certeza más eficientes. El Estado podría avanzar fondos para la investigación y poner los descubrimientos en el dominio público. Ya gasta 32 mil millones de dólares al año para financiar la investigación biomédica a través del Instituto Nacional de la Salud. Esa financiación podría doblarse o triplicarse, a fin de pagar el desarrollo y la comprobación experimental de nuevos fármacos, y recuperarse fácilmente con los ahorros conseguidos gracias la venta a precios de libre mercado. En 2016, los EEUU gastaron más de 430 mil millones de dólares en fármacos de prescripción médica. Más del 80% de ese coste se habría ahorrado en ausencia de patentes y protecciones similares.

La insistencia en patentes más robustas y más largas y en protecciones del copyright no sólo impone costes económicos a los norteamericanos y a nuestros socios comerciales, sino que debilita todavía más la posición de los trabajadores industriales en los EEUU. La cosa es sencilla. Si nuestros socios comerciales pagan más a Pfizer, Merck y Microsoft, entonces tienen menos dinero para comprar bienes producidos en los EEUU. En efecto, un gran influjo de dinero para la propiedad intelectual implica un mayor déficit comercial en los bienes manufacturados. Eso no es libre comercio. Es elegir ganadores y perdedores. Y pésima noticia para el grueso de la fuerza de trabajo estadounidense.

En suma: casi todas las historias que se cuentan sobre la globalización como un proceso natural y necesario son falsas. Los EEUU no necesitan incurrir en déficit comercial, grande o pequeño, con el mundo en vías de desarrollo. Y esos déficit comerciales no son condición necesaria para reducir la pobreza allí.

Si la globalización, tal y como actualmente transcurre, no estaba predeterminada, tampoco fue un accidente. La exposición de los trabajadores industriales norteamericanos a la competencia internacional con trabajadores extranjeros de bajos salarios fue el resultado de decisiones políticas tomadas por mandatarios que sabían perfectamente que sus decisiones resultarían en salarios más bajos para los norteamericanos.

Acabar con el proteccionismo para los profesionales superiormente pagados y para la propiedad intelectual ayudaría a revertir la redistribución de ingresos hacia arriba acontecida en las últimas cuatro décadas, pero no sería suficiente por sí sola. También es necesario atacar al sobredimensionado sector financiero y sus excesivas remuneraciones, restituir una ahora quebrada estructura de gobernanza empresarial que permita que los altos ejecutivos tengan ingresos como los ejecutivos extranjeros y repensar la política macroeconómica que ha sacrificado el empleo en el altar de la baja inflación. De estas cosas me ocupo más a fondo en último libro: Rigged [Fraudulento].

Elegí este título aceptando una recomendación, y vale tanto para la globalización como para otras materias preocupantes. Porque si el propósito de la globalización era el de redistribuir el ingreso a favor de los ricos norteamericanos, entonces el proceso al que hemos asistido en estas últimas décadas tiene pleno sentido. Pero si el objetivo era promover la justicia económica o maximizar el crecimiento, entonces la globalización debería tomar una senda diferente.

Como cuestión práctica, la política comercial está ampliamente dominada por los grupos de interés formados para beneficiarse de ella, como los industriales que buscan mano de obra barata en el mundo en vías de desarrollo. Han hecho camino en muy buena medida envolviendo su agenda con la ideología del libre comercio, ideología que las gentes más instruidas –políticos, economistas y periodistas— creen tener que apoyar. Para algunos de ellos, promover el llamado libre comercio se ha convertido en un ejercicio de cinismo. Pero el grueso de los norteamericanos instruidos apoya esta senda de la globalización, porque llegó a convencerse de que beneficiaba realmente a la gente en el mundo en vías de desarrollo y, como en mi caso, porque la dictaban las leyes de la teoría económica. Ni que decir tiene que estas gentes más instruidas se contaban generalmente entre los beneficiarios de esa política

Pero podemos diseñar sendas de globalización que beneficien al mundo en vías de desarrollo por lo menos tanto como la presente, impidiendo en cambio la redistribución hacia arriba en los EEUU y en otros países ricos. La cuestión es si los votantes instruidos ignorarán la realidad y continuarán dando ciegamente su apoyo a la actual política, o si se abrirán a una senda más inclusiva en materia de comercio y globalización.

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