domingo, 20 de noviembre de 2016

Las elecciones estadounidenses: ¿ya pasó o sigue?

Immanuel Wallerstein

Casi todos están asombrados por la victoria de Trump. Se dice que aun Trump se asombró. Y, por supuesto, ahora todo el mundo está explicando cómo fue que ocurrió, aunque las explicaciones sean diferentes. Todos están hablando de las grietas profundas que creó la elección (¿o que reflejó?) en el cuerpo político estadounidense.

No voy a añadir uno más de tales análisis a la larga lista que ya me cansé de leer. Sólo quiero concentrarme en dos puntos: cuáles son las consecuencias de esta victoria de Trump: 1, para Estados Unidos; y 2, para el poderío estadounidense en el resto del mundo.

Internamente, los resultados, no importa cómo los mida uno, mueven a Estados Unidos significativamente a la derecha. No importa que Trump, de hecho, haya perdido el voto popular nacional. Y no importa que, si le hubieran faltado a Trump tan sólo 70 mil votos en tres estados (algo así como menos de 0.09 por ciento del total de votos emitidos), Hillary habría ganado.

Lo que importa es que los republicanos ganaron lo que se conoce como la trifecta –el control de la presidencia, ambas casas de representantes, y la Suprema Corte. Y aunque los demócratas puedan ganar de nuevo el senado y aun la presidencia en cuatro o en ocho años, los republicanos se aferrarán a la mayoría de la Suprema Corte por mucho más tiempo.

No hay duda que los republicanos están divididos en puntos importantes. Esto es visible justo una semana después de las elecciones. Trump ya comenzó a desplegar su lado pragmático y por tanto sus prioridades: más empleos, reducción fiscal (pero de ciertos tipos), y salvar partes del Cuidado de Salud Asequible (Obamacare) que son ampliamente populares. El establishment republicano (un establishment bastante a la derecha) tiene otras prioridades: destruir Medicaid y aun Medicare, diferentes tipos de reforma fiscal y echar atrás al liberalismo social (como los derechos de aborto y el matrimonio gay).

Queda por ver si Trump puede derrotar a Paul Ryan (quien es la figura clave en esa ala derecha con sede en el Congreso), o si Paul Ryan refrenará a Trump. La figura clave en esta lucha parece ser el vicepresidente Pence, que se ha posicionado de modo muy notable como el verdadero número dos en el despacho presidencial (como lo hiciera Dick Cheney).

Pence conoce bien el Congreso, es ideológicamente cercano a Paul Ryan pero le es leal a Trump. Él fue quien escogió a Reince Priebus como jefe de Gabinete para Trump, prefiriéndolo a él que a Steve Bannon. Priebus está en favor de unir a los republicanos mientras Bannon reivindica atacar a los republicanos que son menos que 100 por ciento leales hacia un mensaje de ultraderecha. Aunque Bannon obtuvo un premio de consolación como asesor interno, es dudoso que vaya a tener algún poder real.

Pase lo que pase con esta lucha interna de los republicanos, sigue siendo cierto que la política estadounidense se corrió significativamente a la derecha. Tal vez el Partido Demócrata se reorganice como un movimiento más de izquierda y más populista, y sea capaz de contender con los republicanos en futuras elecciones. Eso también está por verse. Pero la victoria electoral de Trump es una realidad y un logro.

Volteemos ahora de la arena interna en la que Trump ha ganado y tiene poder real, al ámbito externo (el resto del mundo) en donde no tiene virtualmente nada. Utilizó en su campaña el lema de Hacer de nuevo grande a América. Lo que dijo, una y otra vez fue que, de ser presidente, aseguraría que otros países respetaran (es decir, obedecieran) a Estados Unidos. En efecto, él aludió a un pasado en que Estados Unidos fue grande y decía que recuperaría ese pasado.

El problema es muy simple. Ni él ni ningún otro presidente –sea Hillary Clinton o Barack Obama o para el caso Ronald Reagan– puede hacer mucho acerca de la avanzada decadencia del otrora poder hegemónico. Sí, Estados Unidos alguna vez dominó el gallinero, más o menos entre 1945 y hasta cerca de 1970. Pero desde entonces, ha ido decayendo sostenidamente en su capacidad para hacer que otros países lo sigan y hagan lo que Estados Unidos quiere.

La decadencia es estructural y no es algo que pueda hacerse surgir del poder de algún presidente estadounidense. Por supuesto que Estados Unidos sigue siendo una increíblemente poderosa fuerza militar. Si mal utiliza este poderío militar, puede hacer mucho daño al mundo. Obama era muy sensible en cuanto a estos daños potenciales, lo que da cuenta de todas sus dudas. Y Trump fue acusado a todo lo largo de su campaña electoral de no entender esto y, por tanto, de ser un portador peligroso del poderío militar estadounidense.

Pero aunque es posible ocasionar daño, hacer lo que el gobierno estadounidense pueda definir como bueno parece virtualmente algo que rebasa el poder de Estados Unidos. Nadie, e insisto que nadie, seguirá hoy la conducción de Estados Unidos si piensa que sus propios intereses son ignorados. Esto es cierto no sólo de China, Rusia, Irán y por supuesto Corea del Norte. Es cierto también de Japón y de Corea del Sur, India y Paquistán, Arabia Saudita y Turquía, Francia y Alemania, Polonia y los Estados bálticos, y nuestros antiguos aliados especiales como Israel, Gran Bretaña y Canadá.

Estoy bastante seguro de que Trump todavía no se percata de esto. Hará alarde de las victorias fáciles, como finalizar pactos comerciales. Utilizará esto para probar la sabiduría de su actitud agresiva. Pero dejemos que intente hacer algo respecto a Siria –lo que sea– y muy pronto se desilusionará de su poder. Es muy poco probable que se retracte de la nueva relación con Cuba. Y puede llegar a darse cuenta de que no debe deshacer el arreglo con Irán. Y en cuanto a China, los chinos parecen pensar que pueden hacer mejores arreglos con Trump que lo que habrían sido capaces de concretar con Clinton.

Entonces, estamos ante un Estados Unidos más de derecha en un sistema-mundo más caótico, siendo el proteccionismo el principal tema para casi todos los países y con un apretón económico a la mayoría de la población mundial. ¿Ya terminó? De ninguna manera, ni en Estados Unidos ni en el sistema-mundo. Es una lucha continua en torno a la dirección que habrá de asumir y deberá asumir el futuro sistema-mundo (o sistemas).
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La Jornada

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