domingo, 7 de agosto de 2011

¿Quien decide la desglobalización?

J. Verstrynge, M. Monereo, M. Candel, S. López Arnal, A. Santamaría y M. Riera, Rebelión

Algo se está moviendo. Empezó haciéndolo primero en las profundidades sociales e intelectuales y ahora está aflorando a la superficie. El caso paradigmático es el de los movimientos populares de inspiración 15-M. Pero otro movimiento de calado similar está irrumpiendo, trastocando los parámetros clásicos de derecha e izquierda, avanzando en pura transversalidad. Se trata de la cuestión de la des-mundialización, palabra maldita, que ha ido apareciendo bajo apelativos distintos: reciprocidad, proteccionismo, intercambio equitativo, regulación, relocalización… El por qué del retorno al primer plano de este enfoque económico, social y ecológico requiere análisis, reflexión y sobre todo acción.

En el origen de la actual depresión económica hallamos el triunfo, a partir de la década de los 80, del libre-cambio y de la libre circulación de capitales, pilares básicos ambos de una concepción anglosajona e imperial de la economía. La marcha hacia la mundialización sería el corolario de dicho triunfo, hoy transformado en aventura catastrófica. Es conocido que en la base de esta depresión se encuentra la burbuja financiera, producto del credo y de las prácticas ultraliberales que han colocado el planeta a los pies de los detentadores del capital.

Pero hay que remontarse más atrás. En 1945 los USA imponen su moneda para sustituir al «patrón de cambio oro», y fuerzan las políticas. Esto último era lógico dada la formidable sobrecapacidad de producción norteamericana a la que necesariamente había que dar salida. La presencia de la URSS frenó este último pilar de la estrategia norteamericana, mientras que el keynesianismo (por cierto, claramente proteccionista), entonces «tercera vía», «ni, ni», obstaculizaba y regulaba la libertad de circulación de capitales.

Sin embargo, el final del bloque soviético va a cambiar radicalmente el panorama. Sin el enemigo «rojo» enfrente, ni rival serio en Europa (pues la entrada de Gran Bretaña en el Mercado Común va a iniciar el desarme económico del continente), los USA van a poder así imponer su modelo. Se inicia entonces la marcha hacia la mundialización, que esencialmente consiste en un conjunto de políticas basadas en la privatización de los bienes públicos, la desregulación de los controles sociales y estatales del capital y, como antes se ha dicho, la libre circulación de mercancías y capitales y, por ende, el dominio económico y al final político de las grandes transnacionales.

Ahora bien, mundialización, en la óptica imperial anglosajona, equivale a establecer una guerra económica de todos contra todos. Guerra que se va a llevar a cabo en varios ámbitos, pero sobre todo en relación con la remuneración del factor trabajo, convertido en la variable fundamental de todas las políticas de ajuste. En la lógica neoliberal, en un sistema de libre-cambio, los salarios tienden a alinearse a la baja en todos los países y el resultado será la contracción de la demanda y la tendencia a una sobreproducción permanente.

Es lo que Marx llamaba «crisis de realización», característica del sistema capitalista basado en la plusvalía. Un bien producido no le reporta beneficio económico alguno al fabricante hasta que el consumidor lo compra y… lo paga. Había, pues, que sostener el consumo de otra forma, y si –«ortodoxia» ultraliberal por medio– ello implicaba reducir déficit, esa misma «ortodoxia» se inclinó por: «si tu salario no da para tu consumo, entonces ¡¡endéudate!!».

No es que ahí se iniciara la burbuja financiera (ésta es congénita a un sistema en el que los capitales circulan libremente y donde el conjunto de la economía se financiariza cada vez más), pero sí se vuelve hiperbólica, monstruosa. Y como el neoliberalismo dominante impide, en Europa, al Banco Central comprar y emitir deuda por orden de los Gobiernos, a estos sólo les queda endeudarse cada vez más. Y así siguió la noria de la burbuja financiera hasta convertirse en crisis de las deudas soberanas.

Maniatados los Gobiernos por las disposiciones emanadas de Bruselas –a las que previamente se habían comprometido los Gobiernos en sucesivos Tratados–, las consecuencias de la crisis debían recaer necesariamente en los más débiles: los asalariados; los jubilados; los jóvenes; los desempleados.

Nosotros pensamos que hay que atacar el problema en su raíz. Europa –y en países como Francia hay abierta una gran polémica al respecto– debe abandonar el dogma del libre-cambio y empezar a practicar la preferencia comunitaria en el marco de una nueva política económica. No cerrándose cual fortaleza, pero sí protegiendo los sectores económicos sometidos a una excesiva presión exterior. ¿Por qué tendría un continente de centenares de millones de habitantes que descuidar su mercado interior para seguir desgastándose en una guerra económica mundial que en el fondo sólo le concierne tangencialmente?

Medidas proteccionistas adecuadas, bien pensadas, no sólo protegerían a nuestras industrias y sus asalariados frente a una competencia irresistible, sino que, al obligar a absorber nuestros excedentes que ya no irían tanto al exterior, se produciría un aumento de salarios indispensable para impulsar la demanda. El salario dejaría así de ser un mero coste para volver a ser instrumento de crecimiento y de progreso económico. Ello unido a que la relocalización de fábricas, el producir en proximidad, cuadraría con el anhelo ecológico de la población…

Estos planteamientos van más allá de los alineamientos convencionales de la derecha y la izquierda que conocemos. Sugieren la necesidad de construir, en el medio plazo, una formación, democrática y popular, que vea la política desde los de abajo, y que sea desde esa perspectiva desde donde sitúe el debate entre derecha e izquierda y no al revés. Ciertamente se trata de algo que no casa ni con el euroliberalismo dominante ni con el debilitamiento del papel regulador del Estado, ni con la desaparición del poder constituyente de la ciudadanía, es decir, de la soberanía popular.

Los datos están ahí. Según un sondeo francés del 19 de mayo pasado, el 65% de los entrevistados pide que se aumenten los aranceles frente a los productos de los países emergentes. El 80% aboga por una preferencia europea. El 84% considera que la apertura de las fronteras tiene consecuencias negativas sobre el empleo; el 78%, que tiene consecuencias negativas sobre el nivel de los salarios; y el 57%, sobre el precio de los productos de consumo… Y así van sumándose defensores de las tesis proteccionistas, procedentes de muy diferentes tradiciones políticas y económicas. ¿Y en España? Pero no nos equivoquemos, el proteccionismo es sólo un instrumento para una nueva política y no es lo fundamental.

Lo decisivo sería lo que podríamos llamar el “hilo rojo” que une a Robespierre con Marx, es decir, el ¿quién decide?: ¿los grupos oligárquicos del poder económico, eso que llaman eufemísticamente los mercados, o la ciudadanía democráticamente organizada? Lo fundamental es entonces la defensa de la soberanía popular. La democracia entendida como autogobierno de las personas pretende subordinar el mercado a las necesidades sociales y que sea el poder ciudadano quien organice la vida social.

Desmundializar o desglobalizar, como escribió hace tiempo Walden Bello, significa pensar en otro tipo de sociedad social y ecológicamente sostenible que priorice lo local, las relaciones armoniosas con el medio y que haga de la emancipación de los seres humanos el aspecto central de una política pensada para las mayorías sociales. En definitiva, proteger a nuestras sociedades del carácter depredador del capitalismo financiero.

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